jueves, 6 de marzo de 2014

Fragmento Capítulo 108





Un chasquido atronador se oyó a los lejos. Tras él, un fuerte viento agitó los arboles que, por su acción, los dejó a todos inclinados hacia una misma dirección. Pequeñas astillas de hielo caían como lluvia mágica sobre sus cabezas. La llama había reventado en millones de pedazos. Eliot se elevó unos cuantos centímetros del suelo, llevado por la onda de la explosión. No pudo evitar dejarse llevar por la impuesta y repentina ingravidez, que jugaba a su antojo con el diminuto cuerpo del niño.
            El padre Mervin seguía conservando en sus ojos una mirada fría y siniestra. A pesar del suelo cubierto por una gran capa de nieve, resultando peligrosamente resbaladizo en algunos tramos; a pesar de la fuerza del bramido producido por los cristales reventados; a pesar del intenso y desollador viento, el padre Mervin caminaba sin que ninguno de estos hechos le impidiera avanzar un solo centímetro. Sus ojos ardientes por la nieve, su piel quemada por el frío y sus labios sellados por una saliva helada no causaban la más mínima criba en su cuerpo. Sus pasos eran firmes y decisivos. Su mano izquierda era como un hierro forjado para la frágil muñeca de Eliot. Sus párpados no se juntaban a pesar de que sus ojos necesitaban ser aliviados.
Al niño le habría encantado tener la fuerza suficiente como para poder decirle al monje que su brazo estaba a punto de separarse de él si continuaba imponiéndole su terrible fuerza. Cuando salieron de la arboleda, un cambiado monasterio se divisaba con tímida apariencia. La intensidad de la tormenta, que caía en esos momentos, parecía tener un único fin: sepultar el antiguo edificio y ocultarlo de los ojos de todos. Ya hacía unos cuantos metros que la carga de Eliot había sido retenida por una rama de árbol con la que había chocado. Una superficial herida le había producido el roce en su brazo derecho y en su cuello. Se resintió un poco, pero no continuó con su lamento, ya que repentinamente el niño había comprendido que debía ser tan fuerte como le fuera posible.
            En tan solo unos días, desde la llegada del nuevo Padre Superior, se había dado cuenta de que, sorprendentemente, todos los monjes habían cambiado su carácter o que, directamente, habían desaparecido sin que ninguna explicación convincente pudiera surgir. El silencio estaba más presente que nunca. Pesaba sobre sus espaldas como bloques de piedra que limitaban sus actos. El color de sus pieles, tan rosadas y sanas en el pasado, se habían tornado pálidas, agrietadas y con marcadas venas negras que dibujaban desagradables figuras sin forma en sus facciones.