Un
chasquido atronador se oyó a los lejos. Tras él, un fuerte viento agitó los
arboles que, por su acción, los dejó a todos inclinados hacia una misma
dirección. Pequeñas astillas de hielo caían como lluvia mágica sobre sus cabezas.
La llama había reventado en millones de pedazos. Eliot se elevó unos cuantos
centímetros del suelo, llevado por la onda de la explosión. No pudo evitar
dejarse llevar por la impuesta y repentina ingravidez, que jugaba a su antojo
con el diminuto cuerpo del niño.
El padre Mervin seguía conservando en sus
ojos una mirada fría y siniestra. A pesar del suelo cubierto por una gran capa
de nieve, resultando peligrosamente resbaladizo en algunos tramos; a pesar de
la fuerza del bramido producido por los cristales reventados; a pesar del
intenso y desollador viento, el padre Mervin caminaba sin que ninguno de estos
hechos le impidiera avanzar un solo centímetro. Sus ojos ardientes por la
nieve, su piel quemada por el frío y sus labios sellados por una saliva helada
no causaban la más mínima criba en su cuerpo. Sus pasos eran firmes y
decisivos. Su mano izquierda era como un hierro forjado para la frágil muñeca
de Eliot. Sus párpados no se juntaban a pesar de que sus ojos necesitaban ser
aliviados.
Al niño le habría encantado tener la fuerza suficiente
como para poder decirle al monje que su brazo estaba a punto de separarse de él
si continuaba imponiéndole su terrible fuerza. Cuando salieron de la arboleda,
un cambiado monasterio se divisaba con tímida apariencia. La intensidad de la
tormenta, que caía en esos momentos, parecía tener un único fin: sepultar el
antiguo edificio y ocultarlo de los ojos de todos. Ya hacía unos cuantos metros
que la carga de Eliot había sido retenida por una rama de árbol con la que
había chocado. Una superficial herida le había producido el roce en su brazo
derecho y en su cuello. Se resintió un poco, pero no continuó con su
lamento, ya que repentinamente el niño había comprendido que debía ser tan
fuerte como le fuera posible.
En
tan solo unos días, desde la llegada del nuevo Padre Superior, se había dado cuenta de que, sorprendentemente, todos los monjes habían cambiado
su carácter o que, directamente, habían desaparecido sin que ninguna
explicación convincente pudiera surgir. El silencio estaba más presente que
nunca. Pesaba sobre sus espaldas como bloques de piedra que limitaban sus
actos. El color de sus pieles, tan rosadas y sanas en el pasado, se habían
tornado pálidas, agrietadas y con marcadas venas negras que dibujaban
desagradables figuras sin forma en sus facciones.