viernes, 31 de enero de 2014
jueves, 30 de enero de 2014
Continuación Capítulo 5 (2)
- Anna, Anna, ¿estás bien? Ya me estás asustando. Y a las otras también ¿o acaso no has visto cómo han saltado todas a tu cama? Virgen del amor hermoso, yo no lo
entiendo, de verdad. No nos dirigen la palabra durante dos meses y ahora van y se
tiran sobre ti como ranas asustadas -decía recriminatoriamente
Gertrud-.
Hubo una pausa, un
suspiro profundo y una dilatación de pupilas por parte de
Anna y, al parecer, esto fue lo que la terminó de despertar. Parpadeó y miró a Gertrud.
- Pero, Gertrud, ¿qué haces ahí, mirándome con esos ojos de pasmada? Vamos a llegar las últimas y por nada del mundo me perdería la excursión al museo, aunque solo sea por respirar otro aire que no sea el rancio
de todos los días -le sonrió y saltó de la cama, cuan saltamontes en época de lluvias-.
La pequeña irlandesa se quedó seca en la cama, ya que no lograba comprender ese cambio tan repentino
en la niña Hardy.
Todas aparecieron ya aseadas, repeinadas, pero no
perfumadas ni maquilladas, ya que estaba terminantemente prohibido en el
colegio cualquier indicio de ostentación. Se dispusieron en fila
ante sor Addelaide, quien las fue revisando una a una para cerciorarse de que
llevaban correctamente el uniforme del colegio. Éste se componía de falda negra con pliegues hasta los tobillos, camisa blanca, oculta
tras un jersey de color marrón tierra de manga larga y, rematando, una cinta negra recogiendo el
cabello hacia atrás. Zapatos austeros en su diseño, evitando el brillo del
charol, y calcetas negras.
Cuando salían de excursión al exterior, en tales días como hoy, llevaban un
gordo abrigo de lana, del mismo triste color oscuro que las prendas anteriores,
con las iniciales del colegio, S. J., bordadas en rojo en la solapa derecha.
Unas manoplas, que parecían más calcetines que guantes, y una bufanda tejida por las hermanas de la
Orden.
- Ya se podrían esmerar un poco más con el diseño de estos trajes de tortura, considerando lo que mi padre les paga cada
año -dijo Gertrud, que no paraba de estirarse por todos los lados del
uniforme, ya que, según ella, era tan feo que hasta le provocaba urticaria-. Y, aún encima, esta tela, que me produce un picor insoportable hasta sangrar.
¡No lo soporto!
Sor Addelaide, en su
inspección rutinaria, le quitó una galleta de la mano a Edubina y el lazo rosa que, por iniciativa
propia, se había puesto en contra de las directrices del colegio. Le atusó los pelos a Evelyne con un poco de su saliva, algo que asqueaba a
todas, pero que Evelyne soportaba debido a su carácter impasible. Pellizcó las mejillas de Blanche, para darle un poco de color, y advirtió a Gertrud que, por una vez en su vida, siguiera el itinerario de
excursión prefijado y no se perdiera entre multitudes, como siempre hacía.
- Aunque de qué me sirve repetirlo una y mil veces si después hace lo que le viene en
gana -y volvió a santiguarse tres veces, mirando hacia arriba, pidiéndole a las fuerzas espirituales que todo saliera bien ese día. Por eso, sor Addelaide no había podido dormir la noche
antes, porque no le gustaban nada las excursiones al exterior. Siempre acababa
pasando algo y eso le subía la tensión muchos niveles por encima de lo estrictamente sano. Esto se traducía en dos semanas de diarreas, dolores de cabeza y enrojecimiento de la
piel-. Con lo bien que se está aquí, en casa, sin movernos, calentitas, haciendo bizcochitos de miel
-pensaba la rolliza y simpática monja, con una sonrisa amarga-. Como si no tuviéramos libros en nuestra biblioteca de sobra. ¿Qué necesidad hay de ir a museos?
- ¡Hermana Addelaide, hermana! -dijo Kirsty, tirando de su hábito, para intentar sacar a la
monja del trance en la que estaba sumida, considerando el poquísimo tiempo que les quedaba, según lo ordenado por sor
Berenice-.
- ¡Dios mío, el desayuno, dios mío, dios mío! ¿Lo ven? Todo sale mal, todo sale mal. Una se perderá, otra se caerá... No, dios mío, eso no, eso no... -y así fue todo el camino hacia el comedor, hablando sola. Las niñas se reían, e incluso Edubina le pisó a propósito el cordón de su hábito, al mismo tiempo que sor Addelaide no paraba de murmurar-. Dame una
señal, oh Señor, de que todo va a salir bien; una simple señal -cuando se sintió paralizada, por la broma de Edubina, se le heló hasta el último hilo de su hábito-. ¡Ya lo he recibido, ya! -mirando al cielo otra vez e hierática, pensando que era dios quien le impedía avanzar-.
- Hermana Addelaide, ¡Hermanaaa! ¡Vamooosss! -decía una intransigente Edubina, con sonrisa socarrona-.
martes, 28 de enero de 2014
lunes, 27 de enero de 2014
Continuación Capítulo 5 (1)
- ¿¡Habéis visto eso, chicas, lo habéis visto!? -preguntó Anna entre sollozos-.
- ¿Ver el qué, ver el qué, ver el queeeeé? -gritaron al unísono Florence y Daviana-.
- Yo
sí que lo he visto. Uf, era
horrible y muy alto -intentó incluso creérselo ella misma. Blanche no había visto nada, pero quería dar a entender lo contrario-.
- No
te lo crees ni tú. No has visto nada -le
increpó Gertrud-. Anna, tranquilízate, yo no he visto nada. ¿Y vosotras, chicas? -todas negaron con la cabeza-.
En
ese momento, la puerta del enorme dormitorio común se abrió, con el consiguiente chirriar de las bisagras, lo
que provocó una histeria aún mayor entre todas las niñas. Como tenían los ojos cerrados no podían ver que se trataba de sor Berenice, la Madre Superiora, y gritaron más fuerte que antes. El metro noventa de altura, su
cuerpo delgado y la palidez de su rostro hacían de la monja una autoridad casi inquebrantable.
Apenas sonreía, por no decir nunca.
Cientos de historias había alrededor de aquella
mujer, a cual de todas más misteriosa. Ninguna de
las niñas sabía cuántos años tenía o desde cuándo estaba en aquel convento. Lo que sí tenían claro es que era demasiado alta para ser una
mujer.
-
Pero, ¿se puede saber qué es lo que está pasando aquí? Edubina, ¿me puede explicar todo esto? -decía la monja mientras apagaba su vela y encendía las luces de la habitación-.
- Le
juro, Madre Berenice, que yo no tengo nada que ver con ellas. ¿Es que no ve que Evelyne y yo permanecemos alejadas
de ellas? -dobló ligeramente sus labios e increpaba a Evelyne, con
gestos violentamente extraños con sus ojos, a que
dejara al grupo y acudiera a su cama lo antes posible- ¿Lo ves, lo ves? Te dije que al final lo pagaríamos todas.
- ¡Cállese mientras estoy
hablando! ¡Es eso precisamente lo
que me preocupa, que todas estén en un lado y que solo ustedes dos estén en el otro!
-le recriminó con la ya familiar
mirada fría e inamovible, mientras
Evelyne se deslizaba con insinuada rapidez, claro nerviosismo y temor bien
fundado-.
Y
allí se quedó, con su porte serio y rígido, esperando una explicación convincente a lo que estaba pasando. Pero, todas
seguían traspuestas y
calladas.
En
ese preciso instante vino corriendo, todo lo rápido que le permitían su sesenta primaveras, otra monja, sor
Addelaide, que era ese tipo de monjas a la que todo el mundo quiere por su
bondad, comprensión e ingenuidad. Sin
embargo, desde hacía dos meses estaba
especialmente irascible porque no paraban de suceder cosas extrañas, que la sacaban de quicio. Al mismo tiempo, se
ponía completamente nerviosa,
sin encontrarle lógica alguna, ante la
presencia del conductor del colegio, el Sr. Brewster. Rechoncha y bajita,
contaba las mejores historias de conventos, sobre pasadizos secretos, pozos
cerrados con apariciones fantasmales y monjes con cadenas, de todo el colegio.
- Lo
siento, Madre -dijo con respiración entrecortada la hermana Addelaide-. Me quedé dormida, pero el cochero del autobús todavía no ha venido y pensé que me daría tiempo a...
- No
me cuente más historias extrañas, intentando justificar otra vez su retraso y
empiece a preparar a las niñas. Las quiero listas en
diez minutos en el comedor. De lo contrario, no habrá excursión al museo hoy; haya o no haya venido el autobús. ¿Y sor Eleonor? No me puedo creer que todavía pueda seguir durmiendo con todo este alboroto.
Vaya, hermana, asómese a su ventanilla y
despiértela para que acuda a
las oraciones de la hora prima inmediatamente. No entiendo que no haya
escuchado el tremendo griterío que estaban teniendo
estas niñas -sor Eleonor, que dormía en la habitación contigua, era una monjita de 86 años, muy delgada y con la misma estatura que sor
Addelaide. Era la encargada de vigilar a las niñas de noche; pero, su avanzada edad y el hecho de
que estaba medio sorda, le impedían llevar a cabo su labor con total fiabilidad-.
- Se
encontró indispuesta toda la
tarde de ayer, Madre. Estuvo vomitando sin cesar -dijo con la cabeza agachada
una sumisa sor Addelaide-.
-
Está bien, entonces ocúpese usted de esa banda de desalmadas -sor Berenice
se dio media vuelta, con la soberbia que le caracterizaba, y ya solo se oía el eco de sus zapatos alejarse-.
Ahora
únicamente quedaban las niñas y la monja en el gran dormitorio. Todas quietas.
Si no hubiera sido porque respiraban, se podía decir que eran figuras de un museo de cera.
- ¡Venga! ¿A qué están esperando? ¿Es que no han escuchado? ¿Quieren enfadar más a sor...? - Addelaide se santiguó un par de veces, porque, para ella, sor Berenice
era como la reencarnación del mismo demonio, a
pesar de ser monja, con su altanería y frialdad inquebrantable; siempre tenía una fuerte lucha interior cuando le aparecían aquellos pensamientos tan impuros hacia la Madre
Superiora-. ¡Dense prisa, que solo nos
quedan ocho minutos! -dijo finalmente, dando palmadas, mientras recogía zapatillas y ropas esparcidas por todo el suelo-.
Las
niñas saltaron de la cama de
Anna y se chocaban unas contra otras para disponerse a entrar en las duchas. No
encontraban nada y, aún encima, todo lo tenían que hacer en el tiempo récord de ocho minutos.
En
la cama seguían Anna y Gertrud. Esta última se asustó un poco porque, a pesar de que la habitación estaba caldeada por la calefacción central, Anna seguía pálida y echando vaho por su boca.
sábado, 25 de enero de 2014
Música: Astor Piazzolla "Oblivion"
Gracias infinitas por hacer que el mundo de Anna y Eliot cada vez llegue a más mentes.
viernes, 24 de enero de 2014
Capítulo 5
Estaban en noviembre y ya
lejos quedaba el septiembre de iniciación para Anna. La pequeña Hardy abrió definitivamente los ojos tras la reciente y desagradable pesadilla, en
la que se había enfrentado a la explosión de una gigantesca y
congelada llama. Gertrud dejó de agarrar el brazo de Anna y le acarició la mejilla, increpándole en tono cariñoso.
- Con que esta vez has
decidido irte en busca de aventuras sin mi, ¿eh?
Anna todavía no podía articular palabra. El recuerdo del inquietante sueño, que acababa de tener, todavía permanecía en su retina. Allí estaban, como un biombo de hospital, diez de las once compañeras de habitación, alrededor de la camilla del paciente que está a punto de pasar al más allá. Todas se habían levantado sobresaltadas hacía unos minutos por los gritos desgarradores que provenían de la cama número cinco, la cama de Anna. Exceptuando a Edubina, todas las demás estaban allí, de pie, intentando calmar a su compañera para evitar que
despertara con sus gritos a alguna de las monjas, cuyos dormitorios estaban
contiguos a aquel tremendo búnker donde ellas dormían. Sobre todo a sor Eleonor, que era la encargada de velarlas en la
diminuta habitación contigua.
La joven Hardy seguía
mirando a su alrededor, desconfiando de que todo fuera tan real, como
verdaderamente parecía.
Podía sentir las sabanas de la cama, tan ásperas como siempre. Podía
ver el techo a dos aguas, construido hace cientos de siglos. Reconocía las caras, ahora temerosas, de todas sus compañeras y pudo reconocer las dos hileras de camas de forja blanca, que se
distribuían, de manera exactamente equidistantes entre sí, por los doscientos metros cuadrados de la sala. Se dispuso a contarlas
para cerciorarse de que había
cinco camas a su derecha y otras seis frente a ella. Justo cuando las iba
contando, vio un trozo de tela desgarrada, oscura y un poco sucia,
sobresaliendo por el bajo de la misma. Anna se irguió un poco para ver esa tela con más claridad y, justo cuando llegó a ese ángulo
de visión, observó,
con enorme sorpresa, que la tela era absorbida por una fuerza que provenía de algún
punto del oscuro bajo de la cama. Anna chilló espantosamente y con ella todas las demás, que la rodeaban. Sin dudarlo un segundo, se echaron sobre su cama e
intentaron taparse con la misma sabana, cosa que fue más que imposible.
Música: Arvo Pärt "Spiegel im spiegel", con imágenes de Andrei Tarkovsky
Os invito a que os hagáis seguidores del blog.
Sigamos creciendo en la belleza de las palabras, la música, las imágenes y la magia.
jueves, 23 de enero de 2014
Sigamos creciendo. Debussy: "Claro de Luna"
Que sirva esta música y estas imágenes para agradeceros vuestra aportación a mi sueño.
Seguid ayudándome para que siga creciendo, sin pausas, sin prisas; pero, creciendo.
Gracias
Continuación Capítulo 4 (2)
Doce en total eran las niñas que dormían en aquella amplia habitación de techos de madera a
dos aguas. Cada una con su cama de hierro forjado, su mesita y su armario.
Cortinas entre cama y cama, que no podían descorrer, por orden
expresa de la Madre Superiora, para evitar un mayor descontrol de las alumnas.
Sobre cada una de ellas una pequeña ventana, a la que difícilmente podían acceder.
De todas aquellas otras
compañeras, Anna dedujo que solamente podría llegar a ser amiga de
Evelyne, la niña dulce, pálida y frágil, a quien Edubina hacía la vida imposible.
Florence Crane y Daviana
Balfour, por su innato sentimiento de temor a todo lo desconocido, formaban una
piña inseparable. A veces, incluso, gastaban bromas imaginando que eran
hermanas gemelas, separadas al nacer por una torpe equivocación burocrática del hospital. Hasta ese punto eran casi idénticas. Incluso en el aspecto físico eran como dos copos
de nieve, con sus diferencias en la cristalización, pero idénticos a simple vista. Morenas con melenas que les llegaban hasta la
cintura, siempre iban impecablemente peinadas, con una cola recogida y estirada
hasta tal punto que apenas tenían nariz, o ésta parecía la de un cerdito gracioso.
De Blanche Nathaira apenas
te podías fiar, ya que no había día, a pesar de que estuviera rodeada de monjas las veinticuatro horas,
que no escupiera una mentira. Era más pequeña que el resto. Esta característica, junto al hecho de
que era albina, con un pelo blanco hasta la ceguera y unos ojos levemente
rojos, habían hecho que la niña se construyera una coraza contra las burlas de las demás niñas, con ladrillos de mentiras que se elevaban hasta el cielo.
Kirsty Banner ponía especialmente nerviosas a todas, ya que su impaciencia para tener
inmediatamente todo lo que necesitara resultaba insoportable para la aparente
tranquilidad de un convento. Era rubia a rabiar y sus ojos verdes y su perfecta
figura le habían permitido siempre conseguir todo lo que deseara con una rapidez
aplastante.
Por último, Mary Cameron solía ser una niña solitaria y, a veces, demasiado espiritual. Su suave voz sacaba de
quicio a sus profesoras que hacían gran esfuerzo para
entenderla. Se ruborizaba, por ello con gran facilidad. Ese era el único momento en que sus palidísimas mejillas adquirían un poco de color.
Todas tenían
ocho años.
miércoles, 22 de enero de 2014
Maria Olofsson, madre de Anna y pianista
La madre de Anna Hardy era una famosa concertista de piano.
martes, 21 de enero de 2014
Continuación Capítulo 4 (1)
Bajaron
hacia un escondite que había debajo de las cuadras.
En él hacía años que ninguna de las monjas se adentraba, por la
gran cantidad de bichos que, suponían, debía de haber.
-
Pero, a mí no hay bicho que se me
resista. Un día, y mira que a mí eso sí que me da miedo, me cayó en la cabeza una araña así de grande -emulaba con sus manos el tamaño correspondiente a un metro de largo-.
-
Anda, exagerada, jajaja, ya te vas pareciendo demasiado a Blanche con todas las
mentiras que sueltas -le decía Anna, riéndose abiertamente-.
Durante
las semanas siguientes aquel subterráneo, al que bautizaron con el nombre de
"Apartamento de Solteras", se convirtió, siempre que encontraban el más mínimo hueco libre, en su lugar de evasión. Lo adecentaron un poco más de lo que lo tenía Gertrud y, con un poco de paja y sábanas, que habían logrado esconder, hicieron un par de sofás realmente cómodos.
- Ya
solo nos falta una tele, jajaja -bromeaba Gertrud-.
- ¿Sabes lo que echo de menos, Gertrud? -la amiga Anna
negaba con la cabeza. Ambas estaban tumbadas boca arriba, con las manos debajo
de sus respectivas cabezas, mirando hacia el techo, compuesto de tablones
agrietados que formaban el suelo del establo del convento. Los minúsculos puntos de luz que se filtraban por los
agujeritos producidos por la carcoma, simulaban estrellas lejanas en un cielo
entablillado-. En casa mi mamá me hizo una habitación en la parte más alta. Es una torre en la parte oeste.
- ¿Parte oeste? Hija mía, pero ¿tú dónde vives, en el palacio de Buckingham? -dijo Gertrud,
que no paraba de bromear-.
-
Calla, tonta, que esto es serio. Como te decía, en lo más alto de la torre más alta, de la parte del terreno más elevada, yo tenía una habitación con el techo completamente de cristal. Bueno,
cristal cristal no era, porque era más que cristal. Mi mamá decía que lo mandó encargar en Venecia. La cosa es que nunca, nunca,
nunca se manchaba. Cualquier partícula de cualquier naturaleza era expulsada por ese
cristal. La suciedad lo temía. La habitación parecía que, en lugar de tener un techo, estuviera siempre
al aire libre. El cielo entero para mí y mi mamá. No había nada en toda la sala, solo un par de finos
colchones. Ella y yo, en noches claras, cuando las estrellas se veían más cerca que nunca, nos tumbábamos allí, con un disco de uno de sus conciertos de piano.
Bueno, tú sabes que mi mamá era una pianista muy famosa, ¿no? -Gertrud negaba con la cabeza-. Bueno, pues lo
era. Levantaba la mano e iba indicando las diferentes constelaciones que conocía. Siempre eran las mismas, lógicamente, porque la habitación no se movía. Mi mamá me llegó a decir que, si tuviera el suficiente poder, haría girar el mundo, para que yo pudiera ver, desde
allí, todas las estrellas existentes.
Estos pequeños puntos parpadeantes de
este techo tuyo y mío, Gertrud, me han
recordado a aquellos momentos. Después, siempre me cantaba la misma nana. Era tanta la
paz que me daba que siempre me quedaba dormidita. ¿Te la canto? -Gertrud asintió- Pero, es en sueco, porque mi mamá era sueca. De todas formas, suena igual de bonita
Sov, du lilla videung, än så är det vinter,
än så sova björk och ljung,ros och hyacinter.
Än så är det långt till vår,innan rönn i blomma står,
sov, du lilla vide, än så är det vinter.
Än så är det långt till vår,innan rönn i blomma står,
sov, du lilla vide, än så är det vinter.
Solskens öga ser på dig, solskensfamn dig vaggar.
Snart blir grönt på skogens stig, och var blomma flaggar.
Snart blir grönt på skogens stig, och var blomma flaggar.
Än en liten solskensbön, vide liten blir så grön.
Solskensöga ser dig, solskensfamn dig vaggar"
Solskensöga ser dig, solskensfamn dig vaggar"
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Duerme, pequeño sauce, todavía es invierno,
Aún duermen el abedul, el brezo, las rosas y los
jacintos,
Todavía queda mucho para primavera, para que florezca
el azarollo
Duerme pequeño sauce, que todavía queda
invierno.
Los ojos del sol te miran y el abrazo del sol te
acuna.
Pronto el camino del bosque se pondrá verde y cada
flor florecerá
Aún una pequeña oración del sol,
sauce pequeño que te pongas verde
Ojo del sol que te mira, abrazo del sol que te acuna
Anna
se calló al terminar de cantar la
nana, cerró los ojos y una lenta lágrima comenzó a caer por su mejilla derecha.
- La
echas de menos, ¿verdad? -Anna asintió ante la pregunta de su amiga-. Ya sé que no tienes hermanos ni hermanas, y a mí me sobran, para que veas. Así que me puedes considerar como tu hermana para lo
que quieras, Anna -y ambas se abrazaron-.
De
repente, escucharon un ruido sobre sus cabezas. Gertrud puso su dedo índice sobre sus labios para pedir a Anna que no
hablara.
-
Esas tontas niñas tienen que estar por
aquí, pero, ¿dónde? -oían a Edubina, y su pisar pesado, sobre sus
cabezas-.
- ¿Qué iban a hacer en el establo nuestras compañeras, Edu? ¿Estás segura de que las has visto entrar aquí? -preguntaba Evelyne-.
-
Llevo una semana entera siguiéndolas y siempre se
adentran aquí. Así que no cuestiones mis métodos de investigación. Cuando digo que han entrado aquí es porque han entrado aquí. Y una cosita más, querida Evelyne, ¡no sé cuántas veces he de decirte que no me llames Eduuu!
-increpaba Edubina a su inseparable perrito faldero-. Vámonos de aquí. Algo se me debe de haber escapado. Pero, la próxima vez las pillaré con las manos en la masa. Ya lo creo que las
pillaré.
Anna
y Gertrud reían con fuerza reprimida
aquella escena de envidia malsana de Edubina, que intentaba averiguar cuál era su escondite secreto.
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