lunes, 27 de enero de 2014

Continuación Capítulo 5 (1)




- ¿¡Habéis visto eso, chicas, lo habéis visto!? -preguntó Anna entre sollozos-.

- ¿Ver el qué, ver el qué, ver el queeeeé? -gritaron al unísono Florence y Daviana-.

- Yo sí que lo he visto. Uf, era horrible y muy alto  -intentó incluso creérselo ella misma. Blanche no había visto nada, pero quería dar a entender lo contrario-.

- No te lo crees ni tú. No has visto nada -le increpó Gertrud-. Anna, tranquilízate, yo no he visto nada. ¿Y vosotras, chicas? -todas negaron con la cabeza-.

En ese momento, la puerta del enorme dormitorio común se abrió, con el consiguiente chirriar de las bisagras, lo que provocó una histeria aún mayor entre todas las niñas.  Como tenían los ojos cerrados no podían ver que se trataba de sor Berenice,  la Madre Superiora, y gritaron más fuerte que antes. El metro noventa de altura, su cuerpo delgado y la palidez de su rostro hacían de la monja una autoridad casi inquebrantable. Apenas sonreía, por no decir nunca. Cientos de historias había alrededor de aquella mujer, a cual de todas más misteriosa. Ninguna de las niñas sabía cuántos años tenía o desde cuándo estaba en aquel convento. Lo que sí tenían claro es que era demasiado alta para ser una mujer.

- Pero, ¿se puede saber qué es lo que está pasando aquí?  Edubina, ¿me puede explicar todo esto? -decía la monja mientras apagaba su vela y encendía las luces de la habitación-.

- Le juro, Madre Berenice, que yo no tengo nada que ver con ellas. ¿Es que no ve que Evelyne y yo permanecemos alejadas de ellas?   -dobló ligeramente sus labios e increpaba a Evelyne, con gestos violentamente extraños con sus ojos, a que dejara al grupo y acudiera a su cama lo antes posible-   ¿Lo ves, lo ves? Te dije que al final lo pagaríamos todas.

- ¡Cállese mientras estoy hablando! ¡Es eso precisamente lo que me preocupa, que todas estén en un lado y que solo ustedes dos estén en el otro!  -le recriminó con la ya familiar mirada fría e inamovible, mientras Evelyne se deslizaba con insinuada rapidez, claro nerviosismo y temor bien fundado-.

Y allí se quedó, con su porte serio y rígido, esperando una explicación convincente a lo que estaba pasando. Pero, todas seguían traspuestas y calladas.

En ese preciso instante vino corriendo, todo lo rápido que le permitían su sesenta primaveras, otra monja, sor Addelaide, que era ese tipo de monjas a la que todo el mundo quiere por su bondad, comprensión e ingenuidad. Sin embargo, desde hacía dos meses estaba especialmente irascible porque no paraban de suceder cosas extrañas, que la sacaban de quicio. Al mismo tiempo, se ponía completamente nerviosa, sin encontrarle lógica alguna, ante la presencia del conductor del colegio, el Sr. Brewster. Rechoncha y bajita, contaba las mejores historias de conventos, sobre pasadizos secretos, pozos cerrados con apariciones fantasmales y monjes con cadenas, de todo el colegio.

- Lo siento, Madre -dijo con respiración entrecortada la hermana Addelaide-. Me quedé dormida, pero el cochero del autobús todavía no ha venido y pensé que me daría tiempo a...

- No me cuente más historias extrañas, intentando justificar otra vez su retraso y empiece a preparar a las niñas. Las quiero listas en diez minutos en el comedor. De lo contrario, no habrá excursión al museo hoy; haya o no haya venido el autobús. ¿Y sor Eleonor? No me puedo creer que todavía pueda seguir durmiendo con todo este alboroto. Vaya, hermana, asómese a su ventanilla y despiértela para que acuda a las oraciones de la hora prima inmediatamente. No entiendo que no haya escuchado el tremendo griterío que estaban teniendo estas niñas  -sor Eleonor, que dormía en la habitación contigua, era una monjita  de 86 años, muy delgada y con la misma estatura que sor Addelaide. Era la encargada de vigilar a las niñas de noche; pero, su avanzada edad y el hecho de que estaba medio sorda, le impedían llevar a cabo su labor con total fiabilidad-.

- Se encontró indispuesta toda la tarde de ayer, Madre. Estuvo vomitando sin cesar -dijo con la cabeza agachada una sumisa sor Addelaide-.

- Está bien, entonces ocúpese usted de esa banda de desalmadas -sor Berenice se dio media vuelta, con la soberbia que le caracterizaba, y ya solo se oía el eco de sus zapatos alejarse-.

Ahora únicamente quedaban las niñas y la monja en el gran dormitorio. Todas quietas. Si no hubiera sido porque respiraban, se podía decir que eran figuras de un museo de cera.

¡Venga! ¿A qué están esperando? ¿Es que no han escuchado? ¿Quieren enfadar más a sor...? - Addelaide se santiguó un par de veces, porque, para ella, sor Berenice era como la reencarnación del mismo demonio, a pesar de ser monja, con su altanería y frialdad  inquebrantable; siempre tenía una fuerte lucha interior cuando le aparecían aquellos pensamientos tan impuros hacia la Madre Superiora-. ¡Dense prisa, que solo nos quedan ocho minutos! -dijo finalmente, dando palmadas, mientras recogía zapatillas y ropas esparcidas por todo el suelo-.

Las niñas saltaron de la cama de Anna y se chocaban unas contra otras para disponerse a entrar en las duchas. No encontraban nada y, aún encima, todo lo tenían que hacer en el tiempo récord de ocho minutos.


En la cama seguían Anna y Gertrud. Esta última se asustó un poco porque, a pesar de que la habitación estaba caldeada por la calefacción central, Anna seguía pálida y echando vaho por su boca. 

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