- ¿¡Habéis visto eso, chicas, lo habéis visto!? -preguntó Anna entre sollozos-.
- ¿Ver el qué, ver el qué, ver el queeeeé? -gritaron al unísono Florence y Daviana-.
- Yo
sí que lo he visto. Uf, era
horrible y muy alto -intentó incluso creérselo ella misma. Blanche no había visto nada, pero quería dar a entender lo contrario-.
- No
te lo crees ni tú. No has visto nada -le
increpó Gertrud-. Anna, tranquilízate, yo no he visto nada. ¿Y vosotras, chicas? -todas negaron con la cabeza-.
En
ese momento, la puerta del enorme dormitorio común se abrió, con el consiguiente chirriar de las bisagras, lo
que provocó una histeria aún mayor entre todas las niñas. Como tenían los ojos cerrados no podían ver que se trataba de sor Berenice, la Madre Superiora, y gritaron más fuerte que antes. El metro noventa de altura, su
cuerpo delgado y la palidez de su rostro hacían de la monja una autoridad casi inquebrantable.
Apenas sonreía, por no decir nunca.
Cientos de historias había alrededor de aquella
mujer, a cual de todas más misteriosa. Ninguna de
las niñas sabía cuántos años tenía o desde cuándo estaba en aquel convento. Lo que sí tenían claro es que era demasiado alta para ser una
mujer.
-
Pero, ¿se puede saber qué es lo que está pasando aquí? Edubina, ¿me puede explicar todo esto? -decía la monja mientras apagaba su vela y encendía las luces de la habitación-.
- Le
juro, Madre Berenice, que yo no tengo nada que ver con ellas. ¿Es que no ve que Evelyne y yo permanecemos alejadas
de ellas? -dobló ligeramente sus labios e increpaba a Evelyne, con
gestos violentamente extraños con sus ojos, a que
dejara al grupo y acudiera a su cama lo antes posible- ¿Lo ves, lo ves? Te dije que al final lo pagaríamos todas.
- ¡Cállese mientras estoy
hablando! ¡Es eso precisamente lo
que me preocupa, que todas estén en un lado y que solo ustedes dos estén en el otro!
-le recriminó con la ya familiar
mirada fría e inamovible, mientras
Evelyne se deslizaba con insinuada rapidez, claro nerviosismo y temor bien
fundado-.
Y
allí se quedó, con su porte serio y rígido, esperando una explicación convincente a lo que estaba pasando. Pero, todas
seguían traspuestas y
calladas.
En
ese preciso instante vino corriendo, todo lo rápido que le permitían su sesenta primaveras, otra monja, sor
Addelaide, que era ese tipo de monjas a la que todo el mundo quiere por su
bondad, comprensión e ingenuidad. Sin
embargo, desde hacía dos meses estaba
especialmente irascible porque no paraban de suceder cosas extrañas, que la sacaban de quicio. Al mismo tiempo, se
ponía completamente nerviosa,
sin encontrarle lógica alguna, ante la
presencia del conductor del colegio, el Sr. Brewster. Rechoncha y bajita,
contaba las mejores historias de conventos, sobre pasadizos secretos, pozos
cerrados con apariciones fantasmales y monjes con cadenas, de todo el colegio.
- Lo
siento, Madre -dijo con respiración entrecortada la hermana Addelaide-. Me quedé dormida, pero el cochero del autobús todavía no ha venido y pensé que me daría tiempo a...
- No
me cuente más historias extrañas, intentando justificar otra vez su retraso y
empiece a preparar a las niñas. Las quiero listas en
diez minutos en el comedor. De lo contrario, no habrá excursión al museo hoy; haya o no haya venido el autobús. ¿Y sor Eleonor? No me puedo creer que todavía pueda seguir durmiendo con todo este alboroto.
Vaya, hermana, asómese a su ventanilla y
despiértela para que acuda a
las oraciones de la hora prima inmediatamente. No entiendo que no haya
escuchado el tremendo griterío que estaban teniendo
estas niñas -sor Eleonor, que dormía en la habitación contigua, era una monjita de 86 años, muy delgada y con la misma estatura que sor
Addelaide. Era la encargada de vigilar a las niñas de noche; pero, su avanzada edad y el hecho de
que estaba medio sorda, le impedían llevar a cabo su labor con total fiabilidad-.
- Se
encontró indispuesta toda la
tarde de ayer, Madre. Estuvo vomitando sin cesar -dijo con la cabeza agachada
una sumisa sor Addelaide-.
-
Está bien, entonces ocúpese usted de esa banda de desalmadas -sor Berenice
se dio media vuelta, con la soberbia que le caracterizaba, y ya solo se oía el eco de sus zapatos alejarse-.
Ahora
únicamente quedaban las niñas y la monja en el gran dormitorio. Todas quietas.
Si no hubiera sido porque respiraban, se podía decir que eran figuras de un museo de cera.
- ¡Venga! ¿A qué están esperando? ¿Es que no han escuchado? ¿Quieren enfadar más a sor...? - Addelaide se santiguó un par de veces, porque, para ella, sor Berenice
era como la reencarnación del mismo demonio, a
pesar de ser monja, con su altanería y frialdad inquebrantable; siempre tenía una fuerte lucha interior cuando le aparecían aquellos pensamientos tan impuros hacia la Madre
Superiora-. ¡Dense prisa, que solo nos
quedan ocho minutos! -dijo finalmente, dando palmadas, mientras recogía zapatillas y ropas esparcidas por todo el suelo-.
Las
niñas saltaron de la cama de
Anna y se chocaban unas contra otras para disponerse a entrar en las duchas. No
encontraban nada y, aún encima, todo lo tenían que hacer en el tiempo récord de ocho minutos.
En
la cama seguían Anna y Gertrud. Esta última se asustó un poco porque, a pesar de que la habitación estaba caldeada por la calefacción central, Anna seguía pálida y echando vaho por su boca.
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