Doce en total eran las niñas que dormían en aquella amplia habitación de techos de madera a
dos aguas. Cada una con su cama de hierro forjado, su mesita y su armario.
Cortinas entre cama y cama, que no podían descorrer, por orden
expresa de la Madre Superiora, para evitar un mayor descontrol de las alumnas.
Sobre cada una de ellas una pequeña ventana, a la que difícilmente podían acceder.
De todas aquellas otras
compañeras, Anna dedujo que solamente podría llegar a ser amiga de
Evelyne, la niña dulce, pálida y frágil, a quien Edubina hacía la vida imposible.
Florence Crane y Daviana
Balfour, por su innato sentimiento de temor a todo lo desconocido, formaban una
piña inseparable. A veces, incluso, gastaban bromas imaginando que eran
hermanas gemelas, separadas al nacer por una torpe equivocación burocrática del hospital. Hasta ese punto eran casi idénticas. Incluso en el aspecto físico eran como dos copos
de nieve, con sus diferencias en la cristalización, pero idénticos a simple vista. Morenas con melenas que les llegaban hasta la
cintura, siempre iban impecablemente peinadas, con una cola recogida y estirada
hasta tal punto que apenas tenían nariz, o ésta parecía la de un cerdito gracioso.
De Blanche Nathaira apenas
te podías fiar, ya que no había día, a pesar de que estuviera rodeada de monjas las veinticuatro horas,
que no escupiera una mentira. Era más pequeña que el resto. Esta característica, junto al hecho de
que era albina, con un pelo blanco hasta la ceguera y unos ojos levemente
rojos, habían hecho que la niña se construyera una coraza contra las burlas de las demás niñas, con ladrillos de mentiras que se elevaban hasta el cielo.
Kirsty Banner ponía especialmente nerviosas a todas, ya que su impaciencia para tener
inmediatamente todo lo que necesitara resultaba insoportable para la aparente
tranquilidad de un convento. Era rubia a rabiar y sus ojos verdes y su perfecta
figura le habían permitido siempre conseguir todo lo que deseara con una rapidez
aplastante.
Por último, Mary Cameron solía ser una niña solitaria y, a veces, demasiado espiritual. Su suave voz sacaba de
quicio a sus profesoras que hacían gran esfuerzo para
entenderla. Se ruborizaba, por ello con gran facilidad. Ese era el único momento en que sus palidísimas mejillas adquirían un poco de color.
Todas tenían
ocho años.
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