sábado, 18 de enero de 2014

Continuación Capítulo 3



Sentía un poco de miedo de no llegar a congeniar con sus compañeras de colegio, ya que no era muy dada a las relaciones con gente de su misma edad. Toda su vida la había pasado en la residencia familiar rodeada por la servidumbre, cuya media de edad no bajaba de la treintena. Además, al parecer, ya todas las alumnas se conocían entre ellas.

En ese primer día de colegio, al bajar del coche, observó cómo sus futuras compañeras gritaban al ver a sus amigas de años anteriores y se empezaban a contar todas sus vivencias del verano, que estaba a punto de finalizar. Ella era la única que permanecía allí, sola, de pie junto a su padre, su madrastra, el cochero, y un cofre que guardaba todas sus cosas personales. Sin embargo,  toda esta incertidumbre le importaba bien poco, o quedaba relegada a un ínfimo segundo plano. Cuando alzaba su vista hacia aquellas torres medievales del colegio y le hacían adentrarse, casi de inmediato, en el mundo mágico que a ella le hacía sentirse tan fuerte y feliz, todo lo demás le resultaba alentadoramente olvidable.

En cualquier caso, ya estaba más que acostumbrada a estar sola. Era hija única y, desde que su madre falleciera, su padre y su madrastra apenas estaban para llenar el vacío que sentía.

Su padre, Tom Hardy, era un importante hombre de negocios que se pasaba la mayor parte del tiempo de viaje por los países de oriente medio y lejano oriente. Mientras que su madre, la famosa concertista de piano Maria Olofsson, había muerto en un extraño accidente de coche el mismo día de su séptimo cumpleaños.

Su padre, después de una severa depresión, se había vuelto a casar, tan solo un año más tarde, con una importante belleza de la alta sociedad londinense, recién llegada a la ciudad y llamada ahora, adoptando el apellido de casada, Elizabeth Hardy. Tom la vio por primera vez en el mismo escenario del trágico y fatal accidente donde su esposa perdió la vida. Como si de un extraño embrujo se tratara, el padre de Anna cayó perdidamente enamorado de aquella desconocida. El destino, o las malas artes de Elizabeth, habían querido que la boda se celebrara el mismo día en que, un año atrás, había tenido lugar el desgraciado accidente donde su madre murió y Anna cumplía los siete años de edad.

El 6 de diciembre de 2009 Tom Hardy se casaba con Elizabeth y Anna celebraba su octavo cumpleaños.

La nueva señora Hardy no tenía un puesto de trabajo convencional. Se dedicaba a sus colaboraciones "desinteresadas" en actos benéficos, que le hacían ser la presidenta de amas de casa de la alta sociedad inglesa, la directora de la asociación defensora contra los abrigos de pieles -a pesar de que los coleccionaba por cientos en secreto-, y la coordinadora de las cenas anuales para la recolección de fondos para mendigos y enfermos. Aquello no era más que mera fachada. Por todo ello era muy poco, por no decir inexistente, el tiempo que le dedicaba a su hijastra. A Anna tampoco le importaba absolutamente nada, puesto que no sentía ningún afecto por esa mujer, especialmente después de la conversación que escuchó, hacía ya un año, desde el baño que se halla pegado a la habitación de su padre.

Las casualidades de la vida habían hecho que en el baño de su habitación no hubiera agua y que, por ello, la cisterna estuviera bloqueada. Se había visto obligada a usar el baño de la primera planta, desde donde se escuchaban con gran claridad, a través de los respiraderos, las voces de las personas de los dormitorios contiguos. En esta conversación, Elizabeth no cesaba en su intento por persuadir a Tom de un asunto en concreto.

- Es más que necesario que Anna sea internada en un colegio hasta que sea mayor de edad; entonces, tomará posesión de los bienes heredados de su madre y ya podrá independizarse -decía Elizabeth con maldades encubiertas en falsos halagos. La madrastra tenía que conseguir, por todos los medios, que Anna ingresara en el colegio de monjas de St. James-.

Su padre se negaba en una primera instancia a ello, ya que no deseaba separarse de lo único que le recordaba a su mujer fallecida. Pero, su nueva esposa le hizo ver que  no servía de nada dejarla sola en una mansión tan enorme, mientras él viajaba incesantemente y ella no podía reducir sus compromisos sociales para dedicarle más tiempo a su hijastra.

Tom, en lugar de envalentonarse y reprocharle a su segunda esposa la injusta y dura apreciación que acababa de hacer, y que le había dolido en lo más hondo de su corazón, comentó, tras una larga pausa, que lo pensaría y que le daría una respuesta cuando lo encontrara oportuno. Lógicamente, la respuesta había sido afirmativa, ya que Anna ahora se hallaba en el colegio que iba a ser su nueva y perpetua residencia durante los próximos diez años. 


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