Estaban en noviembre y ya
lejos quedaba el septiembre de iniciación para Anna. La pequeña Hardy abrió definitivamente los ojos tras la reciente y desagradable pesadilla, en
la que se había enfrentado a la explosión de una gigantesca y
congelada llama. Gertrud dejó de agarrar el brazo de Anna y le acarició la mejilla, increpándole en tono cariñoso.
- Con que esta vez has
decidido irte en busca de aventuras sin mi, ¿eh?
Anna todavía no podía articular palabra. El recuerdo del inquietante sueño, que acababa de tener, todavía permanecía en su retina. Allí estaban, como un biombo de hospital, diez de las once compañeras de habitación, alrededor de la camilla del paciente que está a punto de pasar al más allá. Todas se habían levantado sobresaltadas hacía unos minutos por los gritos desgarradores que provenían de la cama número cinco, la cama de Anna. Exceptuando a Edubina, todas las demás estaban allí, de pie, intentando calmar a su compañera para evitar que
despertara con sus gritos a alguna de las monjas, cuyos dormitorios estaban
contiguos a aquel tremendo búnker donde ellas dormían. Sobre todo a sor Eleonor, que era la encargada de velarlas en la
diminuta habitación contigua.
La joven Hardy seguía
mirando a su alrededor, desconfiando de que todo fuera tan real, como
verdaderamente parecía.
Podía sentir las sabanas de la cama, tan ásperas como siempre. Podía
ver el techo a dos aguas, construido hace cientos de siglos. Reconocía las caras, ahora temerosas, de todas sus compañeras y pudo reconocer las dos hileras de camas de forja blanca, que se
distribuían, de manera exactamente equidistantes entre sí, por los doscientos metros cuadrados de la sala. Se dispuso a contarlas
para cerciorarse de que había
cinco camas a su derecha y otras seis frente a ella. Justo cuando las iba
contando, vio un trozo de tela desgarrada, oscura y un poco sucia,
sobresaliendo por el bajo de la misma. Anna se irguió un poco para ver esa tela con más claridad y, justo cuando llegó a ese ángulo
de visión, observó,
con enorme sorpresa, que la tela era absorbida por una fuerza que provenía de algún
punto del oscuro bajo de la cama. Anna chilló espantosamente y con ella todas las demás, que la rodeaban. Sin dudarlo un segundo, se echaron sobre su cama e
intentaron taparse con la misma sabana, cosa que fue más que imposible.
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