Yvaine comenzó a notar el
cansancio físico. Sin saberlo estaba subiendo por la ladera del monte Creag
Choinnich y esto provocó que su aliento se viera afectado. Se vio obligada a
parar, doblarse hacia adelante y apoyar sus manos sobre ambas rodillas. El frío
comenzaba a causarle estragos físicos, ya que, en la huida, no había cogido
nada de abrigo. El aire entraba con
tanta fuerza, debido a su rápida respiración entrecortada, que le estaba
empezando a causar una seria presión en la cabeza. Cuando se hubo recuperado
apenas un poco, comenzó a cantar en susurros una canción muy antigua, que había
pasado durante generaciones entre las mujeres de su familia, desde que, en los
comienzos de la era actual, una mujer llorara con rabia la pérdida de su hijo.
Synku miły i wybrany.
Rozdziel z matką swoje rany;
A wszakom cię, synku miły,
w swem sercu nosiła.
A takież tobie wiernie służyła.
Przemów z matce, bych się ucieszyła,
Bo już idziesz ode mnie, moja nadzieja miła.
- Parece una canción muy bonita;
pero, no la entiendo -una voz grave de
hombre provino de la espalda de Yvaine, lo que la hizo reaccionar
violentamente. Cuando creía que no le quedaban fuerzas ni siquiera para
respirar, se alzó y se giró hacia aquella persona-. No, no se asuste. Lo último
que querría es que se asustara. Yo ya estaba aquí cuando usted apareció de la
nada, corriendo como alma que lleva el diablo. Por lo visto, usted no se
percató de mi presencia -en ese
momento, Yvaine dirigió su mirada hacia la, aparentemente, pesada espada que
llevaba aquel hombre colgando de su cintura-. Ya veo; le causa respeto mi
espada, ¿verdad? -Yvaine no reaccionaba.
Ni asentía ni todo lo contrario. Permanecía quieta a la espera de lo que
estuviera a punto de suceder. Imaginó que, si echaba a correr, aquel hombre
alto, corpulento y con demasiadas batallas sobre sus hombros, echaría a correr
tras ella, dándole alcance con demasiada facilidad-. Le doy mi palabra de que
lo último que querría es hacerle daño. Solamente necesitaba un lugar donde
poder encontrar un poco de silencio y paz
Un
chasquido atronador se oyó a los lejos. Tras él, un fuerte viento agitó los
arboles que, por su acción, los dejó a todos inclinados hacia una misma
dirección. Pequeñas astillas de hielo caían como lluvia mágica sobre sus cabezas.
La llama había reventado en millones de pedazos. Eliot se elevó unos cuantos
centímetros del suelo, llevado por la onda de la explosión. No pudo evitar
dejarse llevar por la impuesta y repentina ingravidez, que jugaba a su antojo
con el diminuto cuerpo del niño.
El padre Mervin seguía conservando en sus
ojos una mirada fría y siniestra. A pesar del suelo cubierto por una gran capa
de nieve, resultando peligrosamente resbaladizo en algunos tramos; a pesar de
la fuerza del bramido producido por los cristales reventados; a pesar del
intenso y desollador viento, el padre Mervin caminaba sin que ninguno de estos
hechos le impidiera avanzar un solo centímetro. Sus ojos ardientes por la
nieve, su piel quemada por el frío y sus labios sellados por una saliva helada
no causaban la más mínima criba en su cuerpo. Sus pasos eran firmes y
decisivos. Su mano izquierda era como un hierro forjado para la frágil muñeca
de Eliot. Sus párpados no se juntaban a pesar de que sus ojos necesitaban ser
aliviados.
Al niño le habría encantado tener la fuerza suficiente
como para poder decirle al monje que su brazo estaba a punto de separarse de él
si continuaba imponiéndole su terrible fuerza. Cuando salieron de la arboleda,
un cambiado monasterio se divisaba con tímida apariencia. La intensidad de la
tormenta, que caía en esos momentos, parecía tener un único fin: sepultar el
antiguo edificio y ocultarlo de los ojos de todos. Ya hacía unos cuantos metros
que la carga de Eliot había sido retenida por una rama de árbol con la que
había chocado. Una superficial herida le había producido el roce en su brazo
derecho y en su cuello. Se resintió un poco, pero no continuó con su
lamento, ya que repentinamente el niño había comprendido que debía ser tan
fuerte como le fuera posible.
En
tan solo unos días, desde la llegada del nuevo PadreSuperior, se había dado cuenta de que, sorprendentemente, todos los monjes habían cambiado
su carácter o que, directamente, habían desaparecido sin que ninguna
explicación convincente pudiera surgir. El silencio estaba más presente que
nunca. Pesaba sobre sus espaldas como bloques de piedra que limitaban sus
actos. El color de sus pieles, tan rosadas y sanas en el pasado, se habían
tornado pálidas, agrietadas y con marcadas venas negras que dibujaban
desagradables figuras sin forma en sus facciones.
Los jóvenes se agolpaban en los andamios de la fachada
de la catedral en construcción para que, siguiendo un riguroso orden de
seguridad, pudieran tocar y zarandear tan insigne y gigantesco instrumento.
Querían creerse de nuevo protegidos por la ley de lo divino. Después de tocar
con sus manos la campana, se tocaban su cara y su corazón, con la esperanza de
sentirse protegidos para siempre.
Una suave brisa se fue deslizando por todos y cada uno
de los habitantes de aquella renacida ciudad. Al roce con sus caras, estos cerraban los ojos y
dejaban que una sonrisa de placer aflorara en sus cansados rostros. Sentían la
purificación fluir entre ellos y les hacía sentir que se iba a quedar para
siempre. Jugaba con los bigotes y barbas largos, haciendo cosquillas a aquellos
que los portaban. Levantaban los largos cabellos de las damas allí presentes.
Enrojecían las mejillas de los recién nacidos. Y, cuando el primer repique de
campana salió de aquella refulgente cavidad, la brisa divina ascendió al cielo
y formó una capa que todos observaban con los brazos levantados, esperando con
ansias el desenlace.
Los jóvenes se iban turnando con más rapidez en el
zarandeo de la campana, lo que provocó que una melodía, sin coherencia ni
sinfonía, dirigiera sus notas hacia el manto que cubría el cielo de la ciudad.
Cuando lo alcanzó provocó en él un estallido que lo convirtió en miles de
millones de gotas de rocío, que salieron disparadas sobre las innumerables
cabezas que se hallaban reunidas en aquella plaza. Su olor a rosas hizo que
todos ellos se abrazaran en una colectiva demostración de amor sin fin.
Leslie sintió vértigo en su corazón. Nunca antes nada igual le había sobrecogido de forma tan
completa. Erick se dio cuenta de ello y le cogió fuertemente la mano.
Los
ancianos comenzaron a cantar canciones que no entonaban desde mucho antes de la
aparición opresora de Malmuira. Solamente una portadora de la verdad, o así se
creía ella, era la que no estaba disfrutando de la felicidad comunitaria.
Al levantar de nuevo su mirada lo primero
que vio fue la carita dormida del niño, que reposaba sobre el hinchado pecho de
una madre extremadamente preocupada y exhausta. Las lágrimas de ella salían
dolorosamente de unos ojos envejecidos, que se agrietaban con el cortante frío,
acusado por la velocidad del caballo. Sus gotas saladas se cristalizaban en el
aire como perlas de perfecta redondez. Anna logró coger una al vuelo. Al entrar en contacto con sus dedos, se
desvaneció en millones de moléculas microscópicas que no dejaron más que un fino polvo. En milésimas de
segundo se fundiría con el aire que rodeaba
aquella espesa atmósfera.
- El niño, la cara de ese niño. Yo conozco a ese niño
-susurraba Anna-.
Sus párpados pesaban tanto que no pudo evitar ser
seducida por su amigo inseparable: el sueño. Cayó al suelo de nuevo como
tierna hada Asrai, que se disuelve en la brisa del tenue tacto mortal de los
primeros rayos de sol.
- No entiendo, Gertrud,
¿por qué ella tiene todos esos privilegios y nosotras siempre tenemos que andar
a las justas y con miedo, con todo lo que hacemos? -susurró Anna, cabizbaja
para evitar que las ondas de su voz llegaran a oídos de las dos adolescentes-.
- Bueno, nosotras también somos un poco rebeldes, ¿no te
parece? Con nuestras escapadas al bosque y al bajo del granero - ambas se
echaron a reír, de tal manera que sor Berenice las oyó y les ordenó callar-.
- Sí, tienes razón, pero la diferencia es que nosotras
siempre lo tenemos que hacer a hurtadillas y sin que nadie lo sepa. Breana hace
lo que quiere, como quiere y cuando quiere y todas las monjas lo saben -detalló
Anna, aunque, como era característico en ella, sin rastro de maldad en su cara
y dejándose llevar-.
- Sí, tienes razón, pero hay una explicación, su padre,
el Sr. Rochester, es el que más dinero paga de todos los padres. Sin él,
posiblemente, todo el colegio habría cerrado ya hace mucho tiempo y nosotras no
estaríamos ahora aquí sentadas, desayunando y hablando sobre Breana en estos
momentos. ¿Sabes que éste es el último año para ella en el colegio? Tiene que
dejarlo antes de tiempo, según indicaciones del Sr. Rochester. Pero, su padre y
las monjas llegaron al acuerdo de que,
si dejaban que su hija hiciera lo que le viniera en gana, él seguiría pagando
al colegio mucho dinero, incluso después de la salida de su hija. Nadie
entiende por qué del interés de su padre por seguir pagando tanto dinero, cuando
ni siquiera viene a verla desde hace años. Nadie sabe a dónde irá a vivir
cuando termine este curso. Calla, calla, que se acercan y nos van a oír -explicaba Gertrud, en el mismo momento en
que le asestaba un fuerte codazo a Anna. Esto hizo que su leche, con los
cereales ya casi deshechos, se vertiera sobre una de las botas de Breana-.
- Pero, ¿¡qué demonios has hecho, niña inútil!? -gritó
Breana, que no lograba quitar sus ojos de la papilla que tenía pegada en la
punta de su calzado-. ¿Qué es lo que estás desayunando? ¡Me has destrozado el
par de botas que más me gusta! ¿Acaso sabes cuánto cuestan estas botas? ¡Mírame
cuando te hablo! -Breana Rochester se paró en seco ante Anna y Gertrud,
mientras hacía aspavientos con sus brazos-.
Anna miró a derecha e izquierda para ver si se estaba
dirigiendo a otra persona; pero, no, era a ella a quien, aquella chica vestida
de negro, estaba hablando.
- ¿Eres sorda? Doris, ¡parece que nos ha venido una sorda
en la nueva remesa! -su compañera se
rió, mientras sor Berenice permitía este comportamiento desde su alto sillón.
Volviendo su mirada otra vez hacia Anna, Breana remató- Ah, no, espera, espera,
espera. Es muda. ¿O ambas cosas? Solo hay un detalle que no entiendo y es ¿cómo
es posible que hayan pasado dos meses desde el principio del curso y no me haya
dado cuenta de tu presencia? No me lo explico cómo un par de niñas tan
insignificantes me han pasado desapercibidas. O, quizá ésa sea la razón, por
ser tan pequeñitas - y Doris rió aún más, a pesar de que la cara de Breana
dejaba entrever su gran enfado-.
- ¡Ya está bien, señorita Breana, siéntese y deje a la
señorita Anna desayunar en paz! -ordenó sor Berenice-.
Anna tenía la cabeza agachada, porque todas las miradas
del comedor se dirigían hacia ella. Justo cuando la incitadora señorita
Rochester empezaba a girarse para marcharse, Anna, aún con sus ojos dirigidos
hacia la taza de leche que tenía frente a ella, susurró en voz muy baja unas
palabras.
- No soy ninguna de las dos cosas, ¿qué se habrá creído?
Gertrud volvió a darle un codazo en el brazo para
indicarle que Breana se había enterado de lo que su amiga acababa de decir y,
justo cuando parecía que se iba a marchar del todo, se estaba girando hacia
ellas de nuevo.
- ¿Disculpa? Mira, mocosa... -dijo furiosa la consentida
de sor Berenice, cogiendo el brazo derecho de Anna, en un gesto de gran
provocación y mal temperamento-.
Súbitamente, Breana tuvo que desistir de este acto, poco
heroico y un tanto cobarde, al enfrentarse a una niña de ocho años. No fue precisamente
la edad de Anna lo que la convenció para no seguir adelante. Al agarrarle el brazo derecho, su mano izquierda
ardió de manera muy dolorosa, tal y como
si hubiera cogido un trozo de leña recién expulsado de la hoguera. Elevó la
mano hasta su cara y pudo observar que, en la palma de la misma, se había
marcado una señal que le era demasiado familiar. Tenía que asegurarse por
completo de su presentimiento y eso le iba a llevar muy poco tiempo. En el
momento en que volviera a su habitación se pondría manos a la obra. Volvió su
mirada, mezcla de ira, temor y complacencia, hacia el brazo de Anna, pero ésta
ya lo estaba retirando de las vista de todas. La miró a los ojos y le sonrió.
No era una sonrisa maliciosa, pero tampoco todo lo contrario, era más bien esa
sonrisa picarona y un tanto atemorizada, que provocó que cada minúsculo pelo de
su cuerpo se estremeciera..
En el comedor, y después de que sor Benerice bendijera los alimentos que iban a tomar, se
sentaron y empezaron a desayunar.
En eso, entraron por la puerta dos chicas, pertenecientes
al último
curso. Se trataba de Breana Rochester y Doris Kirkpatrick. Intentaban siempre
llamar la atención y
destacar sobre el resto. Eran admiradas por todas las demás niñas, porque eran las únicas chicas de todo el
colegio que tenían
permiso de la Madre Superiora para llevar maquillaje y las faldas un poco más elevadas por encima de la rodilla. Y todo porque sus padres eran los
que más dinero aportaban para el colegio. En concreto, la "chica líder" era la única, de las dos, que se pintaba las uñas y el contorno de ojos
de puro negro azabache.
Llevaba uniforme
reglamentario; pero, con tantas variantes, que aquello ya hacía tiempo que había dejado de ser formalmente aceptable. Breana, junto a Doris, se
consideraban incondicionales seguidoras del estilo Steampunk. Una moda donde la
época victoriana inglesa se hallaba en su momento más álgido. A la joven Rochester no le faltaba detalle ornamental, siempre y
cuando fuera oscuro, deprimente y etéreo. Le encantaban los
corsés; pero, debía ocultarlos o reservarlos para la intimidad, ya que esa prenda de
vestir sí resultaba demasiado llamativa para las niñas de tan corta edad de
los cursos inferiores. A ese acuerdo había llegado con la Madre
Superiora. De lo que no renunciaría jamás era de los sombreros altos, los camafeos con fotografías de personas muertas del siglo XIX, gargantillas de terciopelo o botas
hasta la rodilla. La mayoría de sus vestidos, por no decir todos, tenían la cintura muy alta,
anudada bajo el pecho pero sin llegar a marcar la figura, y sus faldas siempre
superponiéndose en varias capas. Las gafas de aviador nunca le fallaban, así como tampoco un catalejo de gran aumento y guantes sin las puntas de
los dedos. Los colores predilectos: el negro y el marrón oscuro, combinados con algún granate llamativo.
Tampoco llevaba su largo
pelo recogido hacia atrás, como exigían las reglas, si no suelto y particularmente lacio y negro. La mitad de
las niñas decían que era para revelarse contra las normas tan rígidas de las monjas, mientras que la otra mitad pensaba, seriamente, que
hacía ritos extraños y magia negra en su habitación. Era la única de todo el colegio que tenía total y absoluta
privacidad. Tenía una amplia habitación en lo alto de una de las torres del antiguo convento, para ella sola.
- Desde allí muchas veces yo la he visto abrir la ventana en días de plena tormenta, en mitad de la noche, y soltar un pájaro extraño, acompañado de una oración con palabras que nunca antes había escuchado, y mucho
menos entendido -decía Blanche, que estaba sentada a la
izquierda de Anna. Pero, una vez más, nadie sabía si creer estas historias de su propia boca. Engordaba los sucesos
tanto, que llegaba un punto en que ni ella misma podía llegar a distinguir lo
que era mentira de lo que era cierto-.
Lo que sí
estaba más que claro para todas ellas era que la actitud de Breana no era nada
normal ni convencional, al menos para las estrictas reglas del convento en el
que vivía gran parte del año.