martes, 16 de septiembre de 2014

Fragmento Capítulo 142








Yvaine comenzó a notar el cansancio físico. Sin saberlo estaba subiendo por la ladera del monte Creag Choinnich y esto provocó que su aliento se viera afectado. Se vio obligada a parar, doblarse hacia adelante y apoyar sus manos sobre ambas rodillas. El frío comenzaba a causarle estragos físicos, ya que, en la huida, no había cogido nada de abrigo.  El aire entraba con tanta fuerza, debido a su rápida respiración entrecortada, que le estaba empezando a causar una seria presión en la cabeza. Cuando se hubo recuperado apenas un poco, comenzó a cantar en susurros una canción muy antigua, que había pasado durante generaciones entre las mujeres de su familia, desde que, en los comienzos de la era actual, una mujer llorara con rabia la pérdida de su hijo.

Synku miły i wybrany.
Rozdziel z matką swoje rany;
A wszakom cię, synku miły,
w swem sercu nosiła.
A takież tobie wiernie służyła.
Przemów z matce, bych się ucieszyła,
Bo już idziesz ode mnie, moja nadzieja miła.

            - Parece una canción muy bonita; pero, no la entiendo  -una voz grave de hombre provino de la espalda de Yvaine, lo que la hizo reaccionar violentamente. Cuando creía que no le quedaban fuerzas ni siquiera para respirar, se alzó y se giró hacia aquella persona-. No, no se asuste. Lo último que querría es que se asustara. Yo ya estaba aquí cuando usted apareció de la nada, corriendo como alma que lleva el diablo. Por lo visto, usted no se percató de mi presencia   -en ese momento, Yvaine dirigió su mirada hacia la, aparentemente, pesada espada que llevaba aquel hombre colgando de su cintura-. Ya veo; le causa respeto mi espada, ¿verdad?  -Yvaine no reaccionaba. Ni asentía ni todo lo contrario. Permanecía quieta a la espera de lo que estuviera a punto de suceder. Imaginó que, si echaba a correr, aquel hombre alto, corpulento y con demasiadas batallas sobre sus hombros, echaría a correr tras ella, dándole alcance con demasiada facilidad-. Le doy mi palabra de que lo último que querría es hacerle daño. Solamente necesitaba un lugar donde poder encontrar un poco de silencio y paz

jueves, 6 de marzo de 2014

Fragmento Capítulo 108





Un chasquido atronador se oyó a los lejos. Tras él, un fuerte viento agitó los arboles que, por su acción, los dejó a todos inclinados hacia una misma dirección. Pequeñas astillas de hielo caían como lluvia mágica sobre sus cabezas. La llama había reventado en millones de pedazos. Eliot se elevó unos cuantos centímetros del suelo, llevado por la onda de la explosión. No pudo evitar dejarse llevar por la impuesta y repentina ingravidez, que jugaba a su antojo con el diminuto cuerpo del niño.
            El padre Mervin seguía conservando en sus ojos una mirada fría y siniestra. A pesar del suelo cubierto por una gran capa de nieve, resultando peligrosamente resbaladizo en algunos tramos; a pesar de la fuerza del bramido producido por los cristales reventados; a pesar del intenso y desollador viento, el padre Mervin caminaba sin que ninguno de estos hechos le impidiera avanzar un solo centímetro. Sus ojos ardientes por la nieve, su piel quemada por el frío y sus labios sellados por una saliva helada no causaban la más mínima criba en su cuerpo. Sus pasos eran firmes y decisivos. Su mano izquierda era como un hierro forjado para la frágil muñeca de Eliot. Sus párpados no se juntaban a pesar de que sus ojos necesitaban ser aliviados.
Al niño le habría encantado tener la fuerza suficiente como para poder decirle al monje que su brazo estaba a punto de separarse de él si continuaba imponiéndole su terrible fuerza. Cuando salieron de la arboleda, un cambiado monasterio se divisaba con tímida apariencia. La intensidad de la tormenta, que caía en esos momentos, parecía tener un único fin: sepultar el antiguo edificio y ocultarlo de los ojos de todos. Ya hacía unos cuantos metros que la carga de Eliot había sido retenida por una rama de árbol con la que había chocado. Una superficial herida le había producido el roce en su brazo derecho y en su cuello. Se resintió un poco, pero no continuó con su lamento, ya que repentinamente el niño había comprendido que debía ser tan fuerte como le fuera posible.
            En tan solo unos días, desde la llegada del nuevo Padre Superior, se había dado cuenta de que, sorprendentemente, todos los monjes habían cambiado su carácter o que, directamente, habían desaparecido sin que ninguna explicación convincente pudiera surgir. El silencio estaba más presente que nunca. Pesaba sobre sus espaldas como bloques de piedra que limitaban sus actos. El color de sus pieles, tan rosadas y sanas en el pasado, se habían tornado pálidas, agrietadas y con marcadas venas negras que dibujaban desagradables figuras sin forma en sus facciones.


miércoles, 26 de febrero de 2014

Fragmento Capítulo 56




            Los jóvenes se agolpaban en los andamios de la fachada de la catedral en construcción para que, siguiendo un riguroso orden de seguridad, pudieran tocar y zarandear tan insigne y gigantesco instrumento. Querían creerse de nuevo protegidos por la ley de lo divino. Después de tocar con sus manos la campana, se tocaban su cara y su corazón, con la esperanza de sentirse protegidos para siempre.
            Una suave brisa se fue deslizando por todos y cada uno de los habitantes de aquella renacida ciudad. Al roce con sus caras, estos cerraban los ojos y dejaban que una sonrisa de placer aflorara en sus cansados rostros. Sentían la purificación fluir entre ellos y les hacía sentir que se iba a quedar para siempre. Jugaba con los bigotes y barbas largos, haciendo cosquillas a aquellos que los portaban. Levantaban los largos cabellos de las damas allí presentes. Enrojecían las mejillas de los recién nacidos. Y, cuando el primer repique de campana salió de aquella refulgente cavidad, la brisa divina ascendió al cielo y formó una capa que todos observaban con los brazos levantados, esperando con ansias el desenlace.
            Los jóvenes se iban turnando con más rapidez en el zarandeo de la campana, lo que provocó que una melodía, sin coherencia ni sinfonía, dirigiera sus notas hacia el manto que cubría el cielo de la ciudad. Cuando lo alcanzó provocó en él un estallido que lo convirtió en miles de millones de gotas de rocío, que salieron disparadas sobre las innumerables cabezas que se hallaban reunidas en aquella plaza. Su olor a rosas hizo que todos ellos se abrazaran en una colectiva demostración de amor sin fin.
            Leslie sintió vértigo en su corazón. Nunca antes nada igual le había sobrecogido de forma tan completa. Erick se dio cuenta de ello y le cogió fuertemente la mano.
            Los ancianos comenzaron a cantar canciones que no entonaban desde mucho antes de la aparición opresora de Malmuira. Solamente una portadora de la verdad, o así se creía ella, era la que no estaba disfrutando de la felicidad comunitaria. 

viernes, 21 de febrero de 2014

Fragmento Capítulo 46





Al levantar de nuevo su mirada lo primero que vio fue la carita dormida del niño, que reposaba sobre el hinchado pecho de una madre extremadamente preocupada y exhausta. Las lágrimas de ella salían dolorosamente de unos ojos envejecidos, que se agrietaban con el cortante frío, acusado por la velocidad del caballo. Sus gotas saladas se cristalizaban en el aire como perlas de perfecta redondez. Anna logró coger una al vuelo. Al entrar en contacto con sus dedos, se desvaneció en millones de moléculas microscópicas que no dejaron más que un fino polvo. En milésimas de segundo se fundiría con el aire que rodeaba aquella espesa atmósfera.
            - El niño, la cara de ese niño. Yo conozco a ese niño -susurraba Anna-.

            Sus párpados pesaban tanto que no pudo evitar ser seducida por su amigo inseparable: el sueño. Cayó al suelo de nuevo como tierna hada Asrai, que se disuelve en la brisa del tenue tacto mortal de los primeros rayos de sol. 

viernes, 14 de febrero de 2014

Continuación Capítulo 6 (1)



- No entiendo, Gertrud, ¿por qué ella tiene todos esos privilegios y nosotras siempre tenemos que andar a las justas y con miedo, con todo lo que hacemos? -susurró Anna, cabizbaja para evitar que las ondas de su voz llegaran a oídos de las dos adolescentes-.
            - Bueno, nosotras también somos un poco rebeldes, ¿no te parece? Con nuestras escapadas al bosque y al bajo del granero - ambas se echaron a reír, de tal manera que sor Berenice las oyó y les ordenó callar-.
            - Sí, tienes razón, pero la diferencia es que nosotras siempre lo tenemos que hacer a hurtadillas y sin que nadie lo sepa. Breana hace lo que quiere, como quiere y cuando quiere y todas las monjas lo saben -detalló Anna, aunque, como era característico en ella, sin rastro de maldad en su cara y dejándose llevar-.
            - Sí, tienes razón, pero hay una explicación, su padre, el Sr. Rochester, es el que más dinero paga de todos los padres. Sin él, posiblemente, todo el colegio habría cerrado ya hace mucho tiempo y nosotras no estaríamos ahora aquí sentadas, desayunando y hablando sobre Breana en estos momentos. ¿Sabes que éste es el último año para ella en el colegio? Tiene que dejarlo antes de tiempo, según indicaciones del Sr. Rochester. Pero, su padre y las monjas  llegaron al acuerdo de que, si dejaban que su hija hiciera lo que le viniera en gana, él seguiría pagando al colegio mucho dinero, incluso después de la salida de su hija. Nadie entiende por qué del interés de su padre por seguir pagando tanto dinero, cuando ni siquiera viene a verla desde hace años. Nadie sabe a dónde irá a vivir cuando termine este curso. Calla, calla, que se acercan y nos van a oír  -explicaba Gertrud, en el mismo momento en que le asestaba un fuerte codazo a Anna. Esto hizo que su leche, con los cereales ya casi deshechos, se vertiera sobre una de las botas de Breana-.
            - Pero, ¿¡qué demonios has hecho, niña inútil!? -gritó Breana, que no lograba quitar sus ojos de la papilla que tenía pegada en la punta de su calzado-. ¿Qué es lo que estás desayunando? ¡Me has destrozado el par de botas que más me gusta! ¿Acaso sabes cuánto cuestan estas botas? ¡Mírame cuando te hablo! -Breana Rochester se paró en seco ante Anna y Gertrud, mientras hacía aspavientos con sus brazos-.
            Anna miró a derecha e izquierda para ver si se estaba dirigiendo a otra persona; pero, no, era a ella a quien, aquella chica vestida de negro, estaba hablando.
            - ¿Eres sorda? Doris, ¡parece que nos ha venido una sorda en la nueva remesa! -su  compañera se rió, mientras sor Berenice permitía este comportamiento desde su alto sillón. Volviendo su mirada otra vez hacia Anna, Breana remató- Ah, no, espera, espera, espera. Es muda. ¿O ambas cosas? Solo hay un detalle que no entiendo y es ¿cómo es posible que hayan pasado dos meses desde el principio del curso y no me haya dado cuenta de tu presencia? No me lo explico cómo un par de niñas tan insignificantes me han pasado desapercibidas. O, quizá ésa sea la razón, por ser tan pequeñitas - y Doris rió aún más, a pesar de que la cara de Breana dejaba entrever su gran enfado-.
            - ¡Ya está bien, señorita Breana, siéntese y deje a la señorita Anna desayunar en paz! -ordenó sor Berenice-.
            Anna tenía la cabeza agachada, porque todas las miradas del comedor se dirigían hacia ella. Justo cuando la incitadora señorita Rochester empezaba a girarse para marcharse, Anna, aún con sus ojos dirigidos hacia la taza de leche que tenía frente a ella, susurró en voz muy baja unas palabras.
            - No soy ninguna de las dos cosas, ¿qué se habrá creído?
            Gertrud volvió a darle un codazo en el brazo para indicarle que Breana se había enterado de lo que su amiga acababa de decir y, justo cuando parecía que se iba a marchar del todo, se estaba girando hacia ellas de nuevo.
            - ¿Disculpa? Mira, mocosa... -dijo furiosa la consentida de sor Berenice, cogiendo el brazo derecho de Anna, en un gesto de gran provocación y mal temperamento-.
            Súbitamente, Breana tuvo que desistir de este acto, poco heroico y un tanto cobarde, al enfrentarse a una niña de ocho años. No fue precisamente la edad de Anna lo que la convenció para no seguir adelante.  Al agarrarle el brazo derecho, su mano izquierda ardió de manera muy  dolorosa, tal y como si hubiera cogido un trozo de leña recién expulsado de la hoguera. Elevó la mano hasta su cara y pudo observar que, en la palma de la misma, se había marcado una señal que le era demasiado familiar. Tenía que asegurarse por completo de su presentimiento y eso le iba a llevar muy poco tiempo. En el momento en que volviera a su habitación se pondría manos a la obra. Volvió su mirada, mezcla de ira, temor y complacencia, hacia el brazo de Anna, pero ésta ya lo estaba retirando de las vista de todas. La miró a los ojos y le sonrió. No era una sonrisa maliciosa, pero tampoco todo lo contrario, era más bien esa sonrisa picarona y un tanto atemorizada, que provocó que cada minúsculo pelo de su cuerpo se estremeciera.. 

viernes, 7 de febrero de 2014

Capítulo 6






En el comedor, y después de que sor Benerice bendijera los alimentos que iban a tomar, se sentaron y empezaron a desayunar.

En eso, entraron por la puerta dos chicas, pertenecientes al último curso. Se trataba de Breana Rochester y Doris Kirkpatrick. Intentaban siempre llamar la atención y destacar sobre el resto. Eran admiradas por todas las demás niñas, porque eran las únicas chicas de todo el colegio que tenían permiso de la Madre Superiora para llevar maquillaje y las faldas un poco más elevadas por encima de la rodilla. Y todo porque sus padres eran los que más dinero aportaban para el colegio. En concreto, la "chica líder" era la única, de las dos, que se pintaba las uñas y el contorno de ojos de puro negro azabache.

Llevaba uniforme reglamentario; pero, con tantas variantes, que aquello ya hacía tiempo que había dejado de ser formalmente aceptable. Breana, junto a Doris, se consideraban incondicionales seguidoras del estilo Steampunk. Una moda donde la época victoriana inglesa se hallaba en su momento más álgido. A la joven Rochester no le faltaba detalle ornamental, siempre y cuando fuera oscuro, deprimente y etéreo. Le encantaban los corsés; pero, debía ocultarlos o reservarlos para la intimidad, ya que esa prenda de vestir sí resultaba demasiado llamativa para las niñas de tan corta edad de los cursos inferiores. A ese acuerdo había llegado con la Madre Superiora. De lo que no renunciaría jamás era de los sombreros altos, los camafeos con fotografías de personas muertas del siglo XIX, gargantillas de terciopelo o botas hasta la rodilla. La mayoría de sus vestidos, por no decir todos, tenían la cintura muy alta, anudada bajo el pecho pero sin llegar a marcar la figura, y sus faldas siempre superponiéndose en varias capas. Las gafas de aviador nunca le fallaban, así como tampoco un catalejo de gran aumento y guantes sin las puntas de los dedos. Los colores predilectos: el negro y el marrón oscuro, combinados con algún granate llamativo.

Tampoco llevaba su largo pelo recogido hacia atrás, como exigían las reglas, si no suelto y particularmente lacio y negro. La mitad de las niñas decían que era para revelarse contra las normas tan rígidas de las monjas, mientras que la otra mitad pensaba, seriamente, que hacía ritos extraños y magia negra en su habitación. Era la única de todo el colegio que tenía total y absoluta privacidad. Tenía una amplia habitación en lo alto de una de las torres del antiguo convento, para ella sola.

- Desde allí muchas veces yo la he visto abrir la ventana en días de plena tormenta, en mitad de la noche, y soltar un pájaro extraño, acompañado de una oración con palabras que nunca antes había escuchado, y mucho menos entendido  -decía Blanche, que estaba sentada a la izquierda de Anna. Pero, una vez más, nadie sabía si creer estas historias de su propia boca. Engordaba los sucesos tanto, que llegaba un punto en que ni ella misma podía llegar a distinguir lo que era mentira de lo que era cierto-.

Lo que sí estaba más que claro para todas ellas era que la actitud de Breana no era nada normal ni convencional, al menos para las estrictas reglas del convento en el que vivía gran parte del año.