martes, 16 de septiembre de 2014

Fragmento Capítulo 142








Yvaine comenzó a notar el cansancio físico. Sin saberlo estaba subiendo por la ladera del monte Creag Choinnich y esto provocó que su aliento se viera afectado. Se vio obligada a parar, doblarse hacia adelante y apoyar sus manos sobre ambas rodillas. El frío comenzaba a causarle estragos físicos, ya que, en la huida, no había cogido nada de abrigo.  El aire entraba con tanta fuerza, debido a su rápida respiración entrecortada, que le estaba empezando a causar una seria presión en la cabeza. Cuando se hubo recuperado apenas un poco, comenzó a cantar en susurros una canción muy antigua, que había pasado durante generaciones entre las mujeres de su familia, desde que, en los comienzos de la era actual, una mujer llorara con rabia la pérdida de su hijo.

Synku miły i wybrany.
Rozdziel z matką swoje rany;
A wszakom cię, synku miły,
w swem sercu nosiła.
A takież tobie wiernie służyła.
Przemów z matce, bych się ucieszyła,
Bo już idziesz ode mnie, moja nadzieja miła.

            - Parece una canción muy bonita; pero, no la entiendo  -una voz grave de hombre provino de la espalda de Yvaine, lo que la hizo reaccionar violentamente. Cuando creía que no le quedaban fuerzas ni siquiera para respirar, se alzó y se giró hacia aquella persona-. No, no se asuste. Lo último que querría es que se asustara. Yo ya estaba aquí cuando usted apareció de la nada, corriendo como alma que lleva el diablo. Por lo visto, usted no se percató de mi presencia   -en ese momento, Yvaine dirigió su mirada hacia la, aparentemente, pesada espada que llevaba aquel hombre colgando de su cintura-. Ya veo; le causa respeto mi espada, ¿verdad?  -Yvaine no reaccionaba. Ni asentía ni todo lo contrario. Permanecía quieta a la espera de lo que estuviera a punto de suceder. Imaginó que, si echaba a correr, aquel hombre alto, corpulento y con demasiadas batallas sobre sus hombros, echaría a correr tras ella, dándole alcance con demasiada facilidad-. Le doy mi palabra de que lo último que querría es hacerle daño. Solamente necesitaba un lugar donde poder encontrar un poco de silencio y paz

jueves, 6 de marzo de 2014

Fragmento Capítulo 108





Un chasquido atronador se oyó a los lejos. Tras él, un fuerte viento agitó los arboles que, por su acción, los dejó a todos inclinados hacia una misma dirección. Pequeñas astillas de hielo caían como lluvia mágica sobre sus cabezas. La llama había reventado en millones de pedazos. Eliot se elevó unos cuantos centímetros del suelo, llevado por la onda de la explosión. No pudo evitar dejarse llevar por la impuesta y repentina ingravidez, que jugaba a su antojo con el diminuto cuerpo del niño.
            El padre Mervin seguía conservando en sus ojos una mirada fría y siniestra. A pesar del suelo cubierto por una gran capa de nieve, resultando peligrosamente resbaladizo en algunos tramos; a pesar de la fuerza del bramido producido por los cristales reventados; a pesar del intenso y desollador viento, el padre Mervin caminaba sin que ninguno de estos hechos le impidiera avanzar un solo centímetro. Sus ojos ardientes por la nieve, su piel quemada por el frío y sus labios sellados por una saliva helada no causaban la más mínima criba en su cuerpo. Sus pasos eran firmes y decisivos. Su mano izquierda era como un hierro forjado para la frágil muñeca de Eliot. Sus párpados no se juntaban a pesar de que sus ojos necesitaban ser aliviados.
Al niño le habría encantado tener la fuerza suficiente como para poder decirle al monje que su brazo estaba a punto de separarse de él si continuaba imponiéndole su terrible fuerza. Cuando salieron de la arboleda, un cambiado monasterio se divisaba con tímida apariencia. La intensidad de la tormenta, que caía en esos momentos, parecía tener un único fin: sepultar el antiguo edificio y ocultarlo de los ojos de todos. Ya hacía unos cuantos metros que la carga de Eliot había sido retenida por una rama de árbol con la que había chocado. Una superficial herida le había producido el roce en su brazo derecho y en su cuello. Se resintió un poco, pero no continuó con su lamento, ya que repentinamente el niño había comprendido que debía ser tan fuerte como le fuera posible.
            En tan solo unos días, desde la llegada del nuevo Padre Superior, se había dado cuenta de que, sorprendentemente, todos los monjes habían cambiado su carácter o que, directamente, habían desaparecido sin que ninguna explicación convincente pudiera surgir. El silencio estaba más presente que nunca. Pesaba sobre sus espaldas como bloques de piedra que limitaban sus actos. El color de sus pieles, tan rosadas y sanas en el pasado, se habían tornado pálidas, agrietadas y con marcadas venas negras que dibujaban desagradables figuras sin forma en sus facciones.


miércoles, 26 de febrero de 2014

Fragmento Capítulo 56




            Los jóvenes se agolpaban en los andamios de la fachada de la catedral en construcción para que, siguiendo un riguroso orden de seguridad, pudieran tocar y zarandear tan insigne y gigantesco instrumento. Querían creerse de nuevo protegidos por la ley de lo divino. Después de tocar con sus manos la campana, se tocaban su cara y su corazón, con la esperanza de sentirse protegidos para siempre.
            Una suave brisa se fue deslizando por todos y cada uno de los habitantes de aquella renacida ciudad. Al roce con sus caras, estos cerraban los ojos y dejaban que una sonrisa de placer aflorara en sus cansados rostros. Sentían la purificación fluir entre ellos y les hacía sentir que se iba a quedar para siempre. Jugaba con los bigotes y barbas largos, haciendo cosquillas a aquellos que los portaban. Levantaban los largos cabellos de las damas allí presentes. Enrojecían las mejillas de los recién nacidos. Y, cuando el primer repique de campana salió de aquella refulgente cavidad, la brisa divina ascendió al cielo y formó una capa que todos observaban con los brazos levantados, esperando con ansias el desenlace.
            Los jóvenes se iban turnando con más rapidez en el zarandeo de la campana, lo que provocó que una melodía, sin coherencia ni sinfonía, dirigiera sus notas hacia el manto que cubría el cielo de la ciudad. Cuando lo alcanzó provocó en él un estallido que lo convirtió en miles de millones de gotas de rocío, que salieron disparadas sobre las innumerables cabezas que se hallaban reunidas en aquella plaza. Su olor a rosas hizo que todos ellos se abrazaran en una colectiva demostración de amor sin fin.
            Leslie sintió vértigo en su corazón. Nunca antes nada igual le había sobrecogido de forma tan completa. Erick se dio cuenta de ello y le cogió fuertemente la mano.
            Los ancianos comenzaron a cantar canciones que no entonaban desde mucho antes de la aparición opresora de Malmuira. Solamente una portadora de la verdad, o así se creía ella, era la que no estaba disfrutando de la felicidad comunitaria. 

viernes, 21 de febrero de 2014

Fragmento Capítulo 46





Al levantar de nuevo su mirada lo primero que vio fue la carita dormida del niño, que reposaba sobre el hinchado pecho de una madre extremadamente preocupada y exhausta. Las lágrimas de ella salían dolorosamente de unos ojos envejecidos, que se agrietaban con el cortante frío, acusado por la velocidad del caballo. Sus gotas saladas se cristalizaban en el aire como perlas de perfecta redondez. Anna logró coger una al vuelo. Al entrar en contacto con sus dedos, se desvaneció en millones de moléculas microscópicas que no dejaron más que un fino polvo. En milésimas de segundo se fundiría con el aire que rodeaba aquella espesa atmósfera.
            - El niño, la cara de ese niño. Yo conozco a ese niño -susurraba Anna-.

            Sus párpados pesaban tanto que no pudo evitar ser seducida por su amigo inseparable: el sueño. Cayó al suelo de nuevo como tierna hada Asrai, que se disuelve en la brisa del tenue tacto mortal de los primeros rayos de sol. 

viernes, 14 de febrero de 2014

Continuación Capítulo 6 (1)



- No entiendo, Gertrud, ¿por qué ella tiene todos esos privilegios y nosotras siempre tenemos que andar a las justas y con miedo, con todo lo que hacemos? -susurró Anna, cabizbaja para evitar que las ondas de su voz llegaran a oídos de las dos adolescentes-.
            - Bueno, nosotras también somos un poco rebeldes, ¿no te parece? Con nuestras escapadas al bosque y al bajo del granero - ambas se echaron a reír, de tal manera que sor Berenice las oyó y les ordenó callar-.
            - Sí, tienes razón, pero la diferencia es que nosotras siempre lo tenemos que hacer a hurtadillas y sin que nadie lo sepa. Breana hace lo que quiere, como quiere y cuando quiere y todas las monjas lo saben -detalló Anna, aunque, como era característico en ella, sin rastro de maldad en su cara y dejándose llevar-.
            - Sí, tienes razón, pero hay una explicación, su padre, el Sr. Rochester, es el que más dinero paga de todos los padres. Sin él, posiblemente, todo el colegio habría cerrado ya hace mucho tiempo y nosotras no estaríamos ahora aquí sentadas, desayunando y hablando sobre Breana en estos momentos. ¿Sabes que éste es el último año para ella en el colegio? Tiene que dejarlo antes de tiempo, según indicaciones del Sr. Rochester. Pero, su padre y las monjas  llegaron al acuerdo de que, si dejaban que su hija hiciera lo que le viniera en gana, él seguiría pagando al colegio mucho dinero, incluso después de la salida de su hija. Nadie entiende por qué del interés de su padre por seguir pagando tanto dinero, cuando ni siquiera viene a verla desde hace años. Nadie sabe a dónde irá a vivir cuando termine este curso. Calla, calla, que se acercan y nos van a oír  -explicaba Gertrud, en el mismo momento en que le asestaba un fuerte codazo a Anna. Esto hizo que su leche, con los cereales ya casi deshechos, se vertiera sobre una de las botas de Breana-.
            - Pero, ¿¡qué demonios has hecho, niña inútil!? -gritó Breana, que no lograba quitar sus ojos de la papilla que tenía pegada en la punta de su calzado-. ¿Qué es lo que estás desayunando? ¡Me has destrozado el par de botas que más me gusta! ¿Acaso sabes cuánto cuestan estas botas? ¡Mírame cuando te hablo! -Breana Rochester se paró en seco ante Anna y Gertrud, mientras hacía aspavientos con sus brazos-.
            Anna miró a derecha e izquierda para ver si se estaba dirigiendo a otra persona; pero, no, era a ella a quien, aquella chica vestida de negro, estaba hablando.
            - ¿Eres sorda? Doris, ¡parece que nos ha venido una sorda en la nueva remesa! -su  compañera se rió, mientras sor Berenice permitía este comportamiento desde su alto sillón. Volviendo su mirada otra vez hacia Anna, Breana remató- Ah, no, espera, espera, espera. Es muda. ¿O ambas cosas? Solo hay un detalle que no entiendo y es ¿cómo es posible que hayan pasado dos meses desde el principio del curso y no me haya dado cuenta de tu presencia? No me lo explico cómo un par de niñas tan insignificantes me han pasado desapercibidas. O, quizá ésa sea la razón, por ser tan pequeñitas - y Doris rió aún más, a pesar de que la cara de Breana dejaba entrever su gran enfado-.
            - ¡Ya está bien, señorita Breana, siéntese y deje a la señorita Anna desayunar en paz! -ordenó sor Berenice-.
            Anna tenía la cabeza agachada, porque todas las miradas del comedor se dirigían hacia ella. Justo cuando la incitadora señorita Rochester empezaba a girarse para marcharse, Anna, aún con sus ojos dirigidos hacia la taza de leche que tenía frente a ella, susurró en voz muy baja unas palabras.
            - No soy ninguna de las dos cosas, ¿qué se habrá creído?
            Gertrud volvió a darle un codazo en el brazo para indicarle que Breana se había enterado de lo que su amiga acababa de decir y, justo cuando parecía que se iba a marchar del todo, se estaba girando hacia ellas de nuevo.
            - ¿Disculpa? Mira, mocosa... -dijo furiosa la consentida de sor Berenice, cogiendo el brazo derecho de Anna, en un gesto de gran provocación y mal temperamento-.
            Súbitamente, Breana tuvo que desistir de este acto, poco heroico y un tanto cobarde, al enfrentarse a una niña de ocho años. No fue precisamente la edad de Anna lo que la convenció para no seguir adelante.  Al agarrarle el brazo derecho, su mano izquierda ardió de manera muy  dolorosa, tal y como si hubiera cogido un trozo de leña recién expulsado de la hoguera. Elevó la mano hasta su cara y pudo observar que, en la palma de la misma, se había marcado una señal que le era demasiado familiar. Tenía que asegurarse por completo de su presentimiento y eso le iba a llevar muy poco tiempo. En el momento en que volviera a su habitación se pondría manos a la obra. Volvió su mirada, mezcla de ira, temor y complacencia, hacia el brazo de Anna, pero ésta ya lo estaba retirando de las vista de todas. La miró a los ojos y le sonrió. No era una sonrisa maliciosa, pero tampoco todo lo contrario, era más bien esa sonrisa picarona y un tanto atemorizada, que provocó que cada minúsculo pelo de su cuerpo se estremeciera.. 

viernes, 7 de febrero de 2014

Capítulo 6






En el comedor, y después de que sor Benerice bendijera los alimentos que iban a tomar, se sentaron y empezaron a desayunar.

En eso, entraron por la puerta dos chicas, pertenecientes al último curso. Se trataba de Breana Rochester y Doris Kirkpatrick. Intentaban siempre llamar la atención y destacar sobre el resto. Eran admiradas por todas las demás niñas, porque eran las únicas chicas de todo el colegio que tenían permiso de la Madre Superiora para llevar maquillaje y las faldas un poco más elevadas por encima de la rodilla. Y todo porque sus padres eran los que más dinero aportaban para el colegio. En concreto, la "chica líder" era la única, de las dos, que se pintaba las uñas y el contorno de ojos de puro negro azabache.

Llevaba uniforme reglamentario; pero, con tantas variantes, que aquello ya hacía tiempo que había dejado de ser formalmente aceptable. Breana, junto a Doris, se consideraban incondicionales seguidoras del estilo Steampunk. Una moda donde la época victoriana inglesa se hallaba en su momento más álgido. A la joven Rochester no le faltaba detalle ornamental, siempre y cuando fuera oscuro, deprimente y etéreo. Le encantaban los corsés; pero, debía ocultarlos o reservarlos para la intimidad, ya que esa prenda de vestir sí resultaba demasiado llamativa para las niñas de tan corta edad de los cursos inferiores. A ese acuerdo había llegado con la Madre Superiora. De lo que no renunciaría jamás era de los sombreros altos, los camafeos con fotografías de personas muertas del siglo XIX, gargantillas de terciopelo o botas hasta la rodilla. La mayoría de sus vestidos, por no decir todos, tenían la cintura muy alta, anudada bajo el pecho pero sin llegar a marcar la figura, y sus faldas siempre superponiéndose en varias capas. Las gafas de aviador nunca le fallaban, así como tampoco un catalejo de gran aumento y guantes sin las puntas de los dedos. Los colores predilectos: el negro y el marrón oscuro, combinados con algún granate llamativo.

Tampoco llevaba su largo pelo recogido hacia atrás, como exigían las reglas, si no suelto y particularmente lacio y negro. La mitad de las niñas decían que era para revelarse contra las normas tan rígidas de las monjas, mientras que la otra mitad pensaba, seriamente, que hacía ritos extraños y magia negra en su habitación. Era la única de todo el colegio que tenía total y absoluta privacidad. Tenía una amplia habitación en lo alto de una de las torres del antiguo convento, para ella sola.

- Desde allí muchas veces yo la he visto abrir la ventana en días de plena tormenta, en mitad de la noche, y soltar un pájaro extraño, acompañado de una oración con palabras que nunca antes había escuchado, y mucho menos entendido  -decía Blanche, que estaba sentada a la izquierda de Anna. Pero, una vez más, nadie sabía si creer estas historias de su propia boca. Engordaba los sucesos tanto, que llegaba un punto en que ni ella misma podía llegar a distinguir lo que era mentira de lo que era cierto-.

Lo que sí estaba más que claro para todas ellas era que la actitud de Breana no era nada normal ni convencional, al menos para las estrictas reglas del convento en el que vivía gran parte del año.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Las Niñas del Saint James




En el futuro, las niñas del colegio de Saint James demostrarán, además de sus otras múltiples cualidades, que tienen unas voces sorprendentes. Aunque ya las vimos en el Capítulo 1, a continuación os las enumero y, así, tenéis una idea más conjunta de todas ellas.
Esto es solo el principio. En la historia hay tantos personajes y lugares que no podrás perder el hilo de nada ni de nadie.
Ayudadme a hacer que la leyenda continúe haciéndose inmensa.

- ANNA HARDY:  Rubia y de ojos estremecedoramente azules. Su padre es Tom Hardy. Su madre biológica Maria Olofsson. Su madre adoptiva Elizabeth Thorn.

- GERTRUD MCEVOY: Irlandesa de Belfast, pelirroja a morir, pecosa, aventurera, desordenada y la mejor amiga de Anna.

- VICTORIA MIDDLETON: Tartamuda, regordeta, morena y extremadamente pálida.

- EDUBINA KENDIX: Gordita de pelo castaño, de muy mal carácter, envidiosa y rotundamente maleducada y mimada.

- EVELYNE BAEN: Supeditada por completo a las órdenes de Edubina, en un principio, rubia, blanquecina y falta de carácter.

- AUDREY SCOTT: La más alta de todas, de porte estilizado, pelo castaño y se marea por el más mínimo sobresalto.

- RONNETTE CAMPBELL: De gran nariz y mirada inteligente, suspicaz. Conoce absolutamente todos los idiomas y lenguajes del mundo.

- FLORENCE CRANE y DAVIANA BALFOUR: Completamente inseparables. Temerosas en todo momento, sus melenas son largas y morenas.

- BLANCHE NATHAIRA: Mentirosa por defecto. Albina y la más baja en altura.

- KIRSTY BANNER: Tiene la capacidad de sacar de sus casillas a todo el mundo. Ha de tenerlo todo al instante. Rubia de ojos verdes y figura perfecta.

- MARY CAMERON: Solitaria y espiritual, con voz muy suave y se ruboriza con gran facilidad.

lunes, 3 de febrero de 2014

Saint James: Colegio de Anna y Casa de Eliot


El colegio de Anna (antiguo monasterio de la Edad Media, donde vivió Eliot) está en lo alto de Merrick, en las Colinas de Dumfries & Galloway, en las Southern Uplands de Escocia.


domingo, 2 de febrero de 2014

Continuación Capítulo 5 (2)



Entraron en el comedor donde siempre se reunían todos los cursos del colegio a desayunar a las 7 de la mañana, comer a la 1 de la tarde, merendar a las 6 y cenar a las 9.

Hoy era un día especial. No comerían en el colegio debido a la excursión programada al museo nacional de Edimburgo. Allí verían y estudiarían cuadros impresionistas y modernos, esculturas de los mismos pintores impresionistas y modernos, borradores sobre pinturas y esculturas de los mismos pintores y escultores impresionistas y modernos. Pero, en especial, estudiarían las obras de un autor, Henry Fuseli. Es decir, otro día más, tedioso y aburrido. Lo único que lo salvaba de ser un día tan monótono como el resto del año era el hecho de salir de los cuatro muros de siempre, que a veces tanto les asfixiaba, y de huir de las cientos de hectáreas de campo interminable que las rodeaba.

A todas les hacía ilusión las canciones del trayecto en autobús, aunque la mayoría fueran canciones religiosas. Sin embargo, confiaban en que el Sr. Brewster, el conductor, las salvaría con alguna que otra canción divertida. La comida en el parque nacional sobre el césped y la visión de niños de su misma edad, que no llevaran faldas todo el tiempo y que les fuera permitido decir tacos, por el mero hecho de ser chicos, jugar al fútbol y tener sangre en los labios a causa de las caídas en el juego, era algo que verdaderamente entusiasmaba a las alumnas.

- Sí, esto es muy emocionante -decía Gertrud, que tanto echaba de menos a sus siete hermanos varones. De ahí su carácter rudo y demasiado rebelde en ocasiones-. Pero, hemos de hacer algo para que sea mucho más emocionante aún, Anna.

- Gertrud, no me líes que ya bastante la he montado esta mañana -dijo Anna-.

jueves, 30 de enero de 2014

Continuación Capítulo 5 (2)






- Anna, Anna, ¿estás bien? Ya me estás asustando. Y a las otras también ¿o acaso no has visto cómo han saltado todas a tu cama? Virgen del amor hermoso, yo no lo entiendo, de verdad. No nos dirigen la palabra durante dos meses y ahora van y se tiran sobre ti como ranas asustadas -decía recriminatoriamente Gertrud-.

Hubo una pausa, un suspiro profundo y una dilatación de pupilas por parte de Anna y, al parecer, esto fue lo que la terminó de despertar. Parpadeó y miró a Gertrud.

- Pero, Gertrud, ¿qué haces ahí, mirándome con esos ojos de pasmada? Vamos a llegar las últimas y por nada del mundo me perdería la excursión al museo, aunque solo sea por respirar otro aire que no sea el rancio de todos los días  -le sonrió y saltó de la cama, cuan saltamontes en época de lluvias-.

La pequeña irlandesa se quedó seca en la cama, ya que no lograba comprender ese cambio tan repentino en la niña Hardy.

Todas aparecieron ya aseadas, repeinadas, pero no perfumadas ni maquilladas, ya que estaba terminantemente prohibido en el colegio cualquier indicio de ostentación. Se dispusieron en fila ante sor Addelaide, quien las fue revisando una a una para cerciorarse de que llevaban correctamente el uniforme del colegio. Éste se componía de falda negra con pliegues hasta los tobillos, camisa blanca, oculta tras un jersey de color marrón tierra de manga larga y, rematando, una cinta negra recogiendo el cabello hacia atrás. Zapatos austeros en su diseño, evitando el brillo del charol, y calcetas negras. 

Cuando salían de excursión al exterior, en tales días como hoy, llevaban un gordo abrigo de lana, del mismo triste color oscuro que las prendas anteriores, con las iniciales del colegio, S. J., bordadas en rojo en la solapa derecha. Unas  manoplas, que parecían más calcetines que guantes, y una bufanda tejida por las hermanas de la Orden.

- Ya se podrían esmerar un poco más con el diseño de estos trajes de tortura, considerando lo que mi padre les paga cada año -dijo Gertrud, que no paraba de estirarse por todos los lados del uniforme, ya que, según ella, era tan feo que hasta le provocaba urticaria-. Y, aún encima, esta tela, que me produce un picor insoportable hasta sangrar. ¡No lo soporto!

Sor Addelaide, en su inspección rutinaria, le quitó una galleta de la mano a Edubina y el lazo rosa que, por iniciativa propia, se había puesto en contra de las directrices del colegio. Le atusó los pelos a Evelyne con un poco de su saliva, algo que asqueaba a todas, pero que Evelyne soportaba debido a su carácter impasible. Pellizcó las mejillas de Blanche, para darle un poco de color, y advirtió a Gertrud que, por una vez en su vida, siguiera el itinerario de excursión prefijado y no se perdiera entre multitudes, como siempre hacía.

- Aunque de qué me sirve repetirlo una y mil veces si después hace lo que le viene en gana -y volvió a santiguarse tres veces, mirando hacia arriba, pidiéndole a las fuerzas espirituales que todo saliera bien ese día. Por eso, sor Addelaide no había podido dormir la noche antes, porque no le gustaban nada las excursiones al exterior. Siempre acababa pasando algo y eso le subía la tensión muchos niveles por encima de lo estrictamente sano. Esto se traducía en dos semanas de diarreas, dolores de cabeza y enrojecimiento de la piel-. Con lo bien que se está aquí, en casa, sin movernos, calentitas, haciendo bizcochitos de miel -pensaba la rolliza y simpática monja, con una sonrisa amarga-. Como si no tuviéramos libros en nuestra biblioteca de sobra. ¿Qué necesidad hay de ir a museos?

- ¡Hermana Addelaide, hermana! -dijo Kirsty, tirando de su hábito, para intentar sacar a la monja del trance en la que estaba sumida, considerando el poquísimo tiempo que les quedaba, según lo ordenado por sor Berenice-.

- ¡Dios mío, el desayuno, dios mío, dios mío! ¿Lo ven? Todo sale mal, todo sale mal. Una se perderá, otra se caerá... No, dios mío, eso no, eso no...  -y así fue todo el camino hacia el comedor, hablando sola. Las niñas se reían, e incluso Edubina le pisó a propósito el cordón de su hábito, al mismo tiempo que sor Addelaide no paraba de murmurar-. Dame una señal, oh Señor, de que todo va a salir bien; una simple señal -cuando se sintió paralizada, por la broma de Edubina, se le heló hasta el último hilo de su hábito-. ¡Ya lo he recibido, ya! -mirando al cielo otra vez e hierática, pensando que era dios quien le impedía avanzar-.

- Hermana Addelaide, ¡Hermanaaa! ¡Vamooosss! -decía una intransigente Edubina, con sonrisa socarrona-.

- Ay, dios mío, ¡sí, sí, sí...! -dijo acelerada la hermana Addelaide-.

lunes, 27 de enero de 2014

Música: Gustav Mahler, Adagietto Symphony 5 - Karajan


Continuación Capítulo 5 (1)




- ¿¡Habéis visto eso, chicas, lo habéis visto!? -preguntó Anna entre sollozos-.

- ¿Ver el qué, ver el qué, ver el queeeeé? -gritaron al unísono Florence y Daviana-.

- Yo sí que lo he visto. Uf, era horrible y muy alto  -intentó incluso creérselo ella misma. Blanche no había visto nada, pero quería dar a entender lo contrario-.

- No te lo crees ni tú. No has visto nada -le increpó Gertrud-. Anna, tranquilízate, yo no he visto nada. ¿Y vosotras, chicas? -todas negaron con la cabeza-.

En ese momento, la puerta del enorme dormitorio común se abrió, con el consiguiente chirriar de las bisagras, lo que provocó una histeria aún mayor entre todas las niñas.  Como tenían los ojos cerrados no podían ver que se trataba de sor Berenice,  la Madre Superiora, y gritaron más fuerte que antes. El metro noventa de altura, su cuerpo delgado y la palidez de su rostro hacían de la monja una autoridad casi inquebrantable. Apenas sonreía, por no decir nunca. Cientos de historias había alrededor de aquella mujer, a cual de todas más misteriosa. Ninguna de las niñas sabía cuántos años tenía o desde cuándo estaba en aquel convento. Lo que sí tenían claro es que era demasiado alta para ser una mujer.

- Pero, ¿se puede saber qué es lo que está pasando aquí?  Edubina, ¿me puede explicar todo esto? -decía la monja mientras apagaba su vela y encendía las luces de la habitación-.

- Le juro, Madre Berenice, que yo no tengo nada que ver con ellas. ¿Es que no ve que Evelyne y yo permanecemos alejadas de ellas?   -dobló ligeramente sus labios e increpaba a Evelyne, con gestos violentamente extraños con sus ojos, a que dejara al grupo y acudiera a su cama lo antes posible-   ¿Lo ves, lo ves? Te dije que al final lo pagaríamos todas.

- ¡Cállese mientras estoy hablando! ¡Es eso precisamente lo que me preocupa, que todas estén en un lado y que solo ustedes dos estén en el otro!  -le recriminó con la ya familiar mirada fría e inamovible, mientras Evelyne se deslizaba con insinuada rapidez, claro nerviosismo y temor bien fundado-.

Y allí se quedó, con su porte serio y rígido, esperando una explicación convincente a lo que estaba pasando. Pero, todas seguían traspuestas y calladas.

En ese preciso instante vino corriendo, todo lo rápido que le permitían su sesenta primaveras, otra monja, sor Addelaide, que era ese tipo de monjas a la que todo el mundo quiere por su bondad, comprensión e ingenuidad. Sin embargo, desde hacía dos meses estaba especialmente irascible porque no paraban de suceder cosas extrañas, que la sacaban de quicio. Al mismo tiempo, se ponía completamente nerviosa, sin encontrarle lógica alguna, ante la presencia del conductor del colegio, el Sr. Brewster. Rechoncha y bajita, contaba las mejores historias de conventos, sobre pasadizos secretos, pozos cerrados con apariciones fantasmales y monjes con cadenas, de todo el colegio.

- Lo siento, Madre -dijo con respiración entrecortada la hermana Addelaide-. Me quedé dormida, pero el cochero del autobús todavía no ha venido y pensé que me daría tiempo a...

- No me cuente más historias extrañas, intentando justificar otra vez su retraso y empiece a preparar a las niñas. Las quiero listas en diez minutos en el comedor. De lo contrario, no habrá excursión al museo hoy; haya o no haya venido el autobús. ¿Y sor Eleonor? No me puedo creer que todavía pueda seguir durmiendo con todo este alboroto. Vaya, hermana, asómese a su ventanilla y despiértela para que acuda a las oraciones de la hora prima inmediatamente. No entiendo que no haya escuchado el tremendo griterío que estaban teniendo estas niñas  -sor Eleonor, que dormía en la habitación contigua, era una monjita  de 86 años, muy delgada y con la misma estatura que sor Addelaide. Era la encargada de vigilar a las niñas de noche; pero, su avanzada edad y el hecho de que estaba medio sorda, le impedían llevar a cabo su labor con total fiabilidad-.

- Se encontró indispuesta toda la tarde de ayer, Madre. Estuvo vomitando sin cesar -dijo con la cabeza agachada una sumisa sor Addelaide-.

- Está bien, entonces ocúpese usted de esa banda de desalmadas -sor Berenice se dio media vuelta, con la soberbia que le caracterizaba, y ya solo se oía el eco de sus zapatos alejarse-.

Ahora únicamente quedaban las niñas y la monja en el gran dormitorio. Todas quietas. Si no hubiera sido porque respiraban, se podía decir que eran figuras de un museo de cera.

¡Venga! ¿A qué están esperando? ¿Es que no han escuchado? ¿Quieren enfadar más a sor...? - Addelaide se santiguó un par de veces, porque, para ella, sor Berenice era como la reencarnación del mismo demonio, a pesar de ser monja, con su altanería y frialdad  inquebrantable; siempre tenía una fuerte lucha interior cuando le aparecían aquellos pensamientos tan impuros hacia la Madre Superiora-. ¡Dense prisa, que solo nos quedan ocho minutos! -dijo finalmente, dando palmadas, mientras recogía zapatillas y ropas esparcidas por todo el suelo-.

Las niñas saltaron de la cama de Anna y se chocaban unas contra otras para disponerse a entrar en las duchas. No encontraban nada y, aún encima, todo lo tenían que hacer en el tiempo récord de ocho minutos.


En la cama seguían Anna y Gertrud. Esta última se asustó un poco porque, a pesar de que la habitación estaba caldeada por la calefacción central, Anna seguía pálida y echando vaho por su boca.