Yvaine comenzó a notar el
cansancio físico. Sin saberlo estaba subiendo por la ladera del monte Creag
Choinnich y esto provocó que su aliento se viera afectado. Se vio obligada a
parar, doblarse hacia adelante y apoyar sus manos sobre ambas rodillas. El frío
comenzaba a causarle estragos físicos, ya que, en la huida, no había cogido
nada de abrigo. El aire entraba con
tanta fuerza, debido a su rápida respiración entrecortada, que le estaba
empezando a causar una seria presión en la cabeza. Cuando se hubo recuperado
apenas un poco, comenzó a cantar en susurros una canción muy antigua, que había
pasado durante generaciones entre las mujeres de su familia, desde que, en los
comienzos de la era actual, una mujer llorara con rabia la pérdida de su hijo.
Synku miły i wybrany.
Rozdziel z matką swoje rany;
A wszakom cię, synku miły,
w swem sercu nosiła.
A takież tobie wiernie służyła.
Przemów z matce, bych się ucieszyła,
Bo już idziesz ode mnie, moja nadzieja miła.
- Parece una canción muy bonita;
pero, no la entiendo -una voz grave de
hombre provino de la espalda de Yvaine, lo que la hizo reaccionar
violentamente. Cuando creía que no le quedaban fuerzas ni siquiera para
respirar, se alzó y se giró hacia aquella persona-. No, no se asuste. Lo último
que querría es que se asustara. Yo ya estaba aquí cuando usted apareció de la
nada, corriendo como alma que lleva el diablo. Por lo visto, usted no se
percató de mi presencia -en ese
momento, Yvaine dirigió su mirada hacia la, aparentemente, pesada espada que
llevaba aquel hombre colgando de su cintura-. Ya veo; le causa respeto mi
espada, ¿verdad? -Yvaine no reaccionaba.
Ni asentía ni todo lo contrario. Permanecía quieta a la espera de lo que
estuviera a punto de suceder. Imaginó que, si echaba a correr, aquel hombre
alto, corpulento y con demasiadas batallas sobre sus hombros, echaría a correr
tras ella, dándole alcance con demasiada facilidad-. Le doy mi palabra de que
lo último que querría es hacerle daño. Solamente necesitaba un lugar donde
poder encontrar un poco de silencio y paz
Un
chasquido atronador se oyó a los lejos. Tras él, un fuerte viento agitó los
arboles que, por su acción, los dejó a todos inclinados hacia una misma
dirección. Pequeñas astillas de hielo caían como lluvia mágica sobre sus cabezas.
La llama había reventado en millones de pedazos. Eliot se elevó unos cuantos
centímetros del suelo, llevado por la onda de la explosión. No pudo evitar
dejarse llevar por la impuesta y repentina ingravidez, que jugaba a su antojo
con el diminuto cuerpo del niño.
El padre Mervin seguía conservando en sus
ojos una mirada fría y siniestra. A pesar del suelo cubierto por una gran capa
de nieve, resultando peligrosamente resbaladizo en algunos tramos; a pesar de
la fuerza del bramido producido por los cristales reventados; a pesar del
intenso y desollador viento, el padre Mervin caminaba sin que ninguno de estos
hechos le impidiera avanzar un solo centímetro. Sus ojos ardientes por la
nieve, su piel quemada por el frío y sus labios sellados por una saliva helada
no causaban la más mínima criba en su cuerpo. Sus pasos eran firmes y
decisivos. Su mano izquierda era como un hierro forjado para la frágil muñeca
de Eliot. Sus párpados no se juntaban a pesar de que sus ojos necesitaban ser
aliviados.
Al niño le habría encantado tener la fuerza suficiente
como para poder decirle al monje que su brazo estaba a punto de separarse de él
si continuaba imponiéndole su terrible fuerza. Cuando salieron de la arboleda,
un cambiado monasterio se divisaba con tímida apariencia. La intensidad de la
tormenta, que caía en esos momentos, parecía tener un único fin: sepultar el
antiguo edificio y ocultarlo de los ojos de todos. Ya hacía unos cuantos metros
que la carga de Eliot había sido retenida por una rama de árbol con la que
había chocado. Una superficial herida le había producido el roce en su brazo
derecho y en su cuello. Se resintió un poco, pero no continuó con su
lamento, ya que repentinamente el niño había comprendido que debía ser tan
fuerte como le fuera posible.
En
tan solo unos días, desde la llegada del nuevo PadreSuperior, se había dado cuenta de que, sorprendentemente, todos los monjes habían cambiado
su carácter o que, directamente, habían desaparecido sin que ninguna
explicación convincente pudiera surgir. El silencio estaba más presente que
nunca. Pesaba sobre sus espaldas como bloques de piedra que limitaban sus
actos. El color de sus pieles, tan rosadas y sanas en el pasado, se habían
tornado pálidas, agrietadas y con marcadas venas negras que dibujaban
desagradables figuras sin forma en sus facciones.
Los jóvenes se agolpaban en los andamios de la fachada
de la catedral en construcción para que, siguiendo un riguroso orden de
seguridad, pudieran tocar y zarandear tan insigne y gigantesco instrumento.
Querían creerse de nuevo protegidos por la ley de lo divino. Después de tocar
con sus manos la campana, se tocaban su cara y su corazón, con la esperanza de
sentirse protegidos para siempre.
Una suave brisa se fue deslizando por todos y cada uno
de los habitantes de aquella renacida ciudad. Al roce con sus caras, estos cerraban los ojos y
dejaban que una sonrisa de placer aflorara en sus cansados rostros. Sentían la
purificación fluir entre ellos y les hacía sentir que se iba a quedar para
siempre. Jugaba con los bigotes y barbas largos, haciendo cosquillas a aquellos
que los portaban. Levantaban los largos cabellos de las damas allí presentes.
Enrojecían las mejillas de los recién nacidos. Y, cuando el primer repique de
campana salió de aquella refulgente cavidad, la brisa divina ascendió al cielo
y formó una capa que todos observaban con los brazos levantados, esperando con
ansias el desenlace.
Los jóvenes se iban turnando con más rapidez en el
zarandeo de la campana, lo que provocó que una melodía, sin coherencia ni
sinfonía, dirigiera sus notas hacia el manto que cubría el cielo de la ciudad.
Cuando lo alcanzó provocó en él un estallido que lo convirtió en miles de
millones de gotas de rocío, que salieron disparadas sobre las innumerables
cabezas que se hallaban reunidas en aquella plaza. Su olor a rosas hizo que
todos ellos se abrazaran en una colectiva demostración de amor sin fin.
Leslie sintió vértigo en su corazón. Nunca antes nada igual le había sobrecogido de forma tan
completa. Erick se dio cuenta de ello y le cogió fuertemente la mano.
Los
ancianos comenzaron a cantar canciones que no entonaban desde mucho antes de la
aparición opresora de Malmuira. Solamente una portadora de la verdad, o así se
creía ella, era la que no estaba disfrutando de la felicidad comunitaria.
Al levantar de nuevo su mirada lo primero
que vio fue la carita dormida del niño, que reposaba sobre el hinchado pecho de
una madre extremadamente preocupada y exhausta. Las lágrimas de ella salían
dolorosamente de unos ojos envejecidos, que se agrietaban con el cortante frío,
acusado por la velocidad del caballo. Sus gotas saladas se cristalizaban en el
aire como perlas de perfecta redondez. Anna logró coger una al vuelo. Al entrar en contacto con sus dedos, se
desvaneció en millones de moléculas microscópicas que no dejaron más que un fino polvo. En milésimas de
segundo se fundiría con el aire que rodeaba
aquella espesa atmósfera.
- El niño, la cara de ese niño. Yo conozco a ese niño
-susurraba Anna-.
Sus párpados pesaban tanto que no pudo evitar ser
seducida por su amigo inseparable: el sueño. Cayó al suelo de nuevo como
tierna hada Asrai, que se disuelve en la brisa del tenue tacto mortal de los
primeros rayos de sol.
- No entiendo, Gertrud,
¿por qué ella tiene todos esos privilegios y nosotras siempre tenemos que andar
a las justas y con miedo, con todo lo que hacemos? -susurró Anna, cabizbaja
para evitar que las ondas de su voz llegaran a oídos de las dos adolescentes-.
- Bueno, nosotras también somos un poco rebeldes, ¿no te
parece? Con nuestras escapadas al bosque y al bajo del granero - ambas se
echaron a reír, de tal manera que sor Berenice las oyó y les ordenó callar-.
- Sí, tienes razón, pero la diferencia es que nosotras
siempre lo tenemos que hacer a hurtadillas y sin que nadie lo sepa. Breana hace
lo que quiere, como quiere y cuando quiere y todas las monjas lo saben -detalló
Anna, aunque, como era característico en ella, sin rastro de maldad en su cara
y dejándose llevar-.
- Sí, tienes razón, pero hay una explicación, su padre,
el Sr. Rochester, es el que más dinero paga de todos los padres. Sin él,
posiblemente, todo el colegio habría cerrado ya hace mucho tiempo y nosotras no
estaríamos ahora aquí sentadas, desayunando y hablando sobre Breana en estos
momentos. ¿Sabes que éste es el último año para ella en el colegio? Tiene que
dejarlo antes de tiempo, según indicaciones del Sr. Rochester. Pero, su padre y
las monjas llegaron al acuerdo de que,
si dejaban que su hija hiciera lo que le viniera en gana, él seguiría pagando
al colegio mucho dinero, incluso después de la salida de su hija. Nadie
entiende por qué del interés de su padre por seguir pagando tanto dinero, cuando
ni siquiera viene a verla desde hace años. Nadie sabe a dónde irá a vivir
cuando termine este curso. Calla, calla, que se acercan y nos van a oír -explicaba Gertrud, en el mismo momento en
que le asestaba un fuerte codazo a Anna. Esto hizo que su leche, con los
cereales ya casi deshechos, se vertiera sobre una de las botas de Breana-.
- Pero, ¿¡qué demonios has hecho, niña inútil!? -gritó
Breana, que no lograba quitar sus ojos de la papilla que tenía pegada en la
punta de su calzado-. ¿Qué es lo que estás desayunando? ¡Me has destrozado el
par de botas que más me gusta! ¿Acaso sabes cuánto cuestan estas botas? ¡Mírame
cuando te hablo! -Breana Rochester se paró en seco ante Anna y Gertrud,
mientras hacía aspavientos con sus brazos-.
Anna miró a derecha e izquierda para ver si se estaba
dirigiendo a otra persona; pero, no, era a ella a quien, aquella chica vestida
de negro, estaba hablando.
- ¿Eres sorda? Doris, ¡parece que nos ha venido una sorda
en la nueva remesa! -su compañera se
rió, mientras sor Berenice permitía este comportamiento desde su alto sillón.
Volviendo su mirada otra vez hacia Anna, Breana remató- Ah, no, espera, espera,
espera. Es muda. ¿O ambas cosas? Solo hay un detalle que no entiendo y es ¿cómo
es posible que hayan pasado dos meses desde el principio del curso y no me haya
dado cuenta de tu presencia? No me lo explico cómo un par de niñas tan
insignificantes me han pasado desapercibidas. O, quizá ésa sea la razón, por
ser tan pequeñitas - y Doris rió aún más, a pesar de que la cara de Breana
dejaba entrever su gran enfado-.
- ¡Ya está bien, señorita Breana, siéntese y deje a la
señorita Anna desayunar en paz! -ordenó sor Berenice-.
Anna tenía la cabeza agachada, porque todas las miradas
del comedor se dirigían hacia ella. Justo cuando la incitadora señorita
Rochester empezaba a girarse para marcharse, Anna, aún con sus ojos dirigidos
hacia la taza de leche que tenía frente a ella, susurró en voz muy baja unas
palabras.
- No soy ninguna de las dos cosas, ¿qué se habrá creído?
Gertrud volvió a darle un codazo en el brazo para
indicarle que Breana se había enterado de lo que su amiga acababa de decir y,
justo cuando parecía que se iba a marchar del todo, se estaba girando hacia
ellas de nuevo.
- ¿Disculpa? Mira, mocosa... -dijo furiosa la consentida
de sor Berenice, cogiendo el brazo derecho de Anna, en un gesto de gran
provocación y mal temperamento-.
Súbitamente, Breana tuvo que desistir de este acto, poco
heroico y un tanto cobarde, al enfrentarse a una niña de ocho años. No fue precisamente
la edad de Anna lo que la convenció para no seguir adelante. Al agarrarle el brazo derecho, su mano izquierda
ardió de manera muy dolorosa, tal y como
si hubiera cogido un trozo de leña recién expulsado de la hoguera. Elevó la
mano hasta su cara y pudo observar que, en la palma de la misma, se había
marcado una señal que le era demasiado familiar. Tenía que asegurarse por
completo de su presentimiento y eso le iba a llevar muy poco tiempo. En el
momento en que volviera a su habitación se pondría manos a la obra. Volvió su
mirada, mezcla de ira, temor y complacencia, hacia el brazo de Anna, pero ésta
ya lo estaba retirando de las vista de todas. La miró a los ojos y le sonrió.
No era una sonrisa maliciosa, pero tampoco todo lo contrario, era más bien esa
sonrisa picarona y un tanto atemorizada, que provocó que cada minúsculo pelo de
su cuerpo se estremeciera..
En el comedor, y después de que sor Benerice bendijera los alimentos que iban a tomar, se
sentaron y empezaron a desayunar.
En eso, entraron por la puerta dos chicas, pertenecientes
al último
curso. Se trataba de Breana Rochester y Doris Kirkpatrick. Intentaban siempre
llamar la atención y
destacar sobre el resto. Eran admiradas por todas las demás niñas, porque eran las únicas chicas de todo el
colegio que tenían
permiso de la Madre Superiora para llevar maquillaje y las faldas un poco más elevadas por encima de la rodilla. Y todo porque sus padres eran los
que más dinero aportaban para el colegio. En concreto, la "chica líder" era la única, de las dos, que se pintaba las uñas y el contorno de ojos
de puro negro azabache.
Llevaba uniforme
reglamentario; pero, con tantas variantes, que aquello ya hacía tiempo que había dejado de ser formalmente aceptable. Breana, junto a Doris, se
consideraban incondicionales seguidoras del estilo Steampunk. Una moda donde la
época victoriana inglesa se hallaba en su momento más álgido. A la joven Rochester no le faltaba detalle ornamental, siempre y
cuando fuera oscuro, deprimente y etéreo. Le encantaban los
corsés; pero, debía ocultarlos o reservarlos para la intimidad, ya que esa prenda de
vestir sí resultaba demasiado llamativa para las niñas de tan corta edad de
los cursos inferiores. A ese acuerdo había llegado con la Madre
Superiora. De lo que no renunciaría jamás era de los sombreros altos, los camafeos con fotografías de personas muertas del siglo XIX, gargantillas de terciopelo o botas
hasta la rodilla. La mayoría de sus vestidos, por no decir todos, tenían la cintura muy alta,
anudada bajo el pecho pero sin llegar a marcar la figura, y sus faldas siempre
superponiéndose en varias capas. Las gafas de aviador nunca le fallaban, así como tampoco un catalejo de gran aumento y guantes sin las puntas de
los dedos. Los colores predilectos: el negro y el marrón oscuro, combinados con algún granate llamativo.
Tampoco llevaba su largo
pelo recogido hacia atrás, como exigían las reglas, si no suelto y particularmente lacio y negro. La mitad de
las niñas decían que era para revelarse contra las normas tan rígidas de las monjas, mientras que la otra mitad pensaba, seriamente, que
hacía ritos extraños y magia negra en su habitación. Era la única de todo el colegio que tenía total y absoluta
privacidad. Tenía una amplia habitación en lo alto de una de las torres del antiguo convento, para ella sola.
- Desde allí muchas veces yo la he visto abrir la ventana en días de plena tormenta, en mitad de la noche, y soltar un pájaro extraño, acompañado de una oración con palabras que nunca antes había escuchado, y mucho
menos entendido -decía Blanche, que estaba sentada a la
izquierda de Anna. Pero, una vez más, nadie sabía si creer estas historias de su propia boca. Engordaba los sucesos
tanto, que llegaba un punto en que ni ella misma podía llegar a distinguir lo
que era mentira de lo que era cierto-.
Lo que sí
estaba más que claro para todas ellas era que la actitud de Breana no era nada
normal ni convencional, al menos para las estrictas reglas del convento en el
que vivía gran parte del año.
En el futuro, las niñas del
colegio de Saint James demostrarán, además de sus otras múltiples cualidades,
que tienen unas voces sorprendentes. Aunque ya las vimos en el Capítulo 1, a
continuación os las enumero y, así, tenéis una idea más conjunta de todas
ellas.
Esto es solo el principio. En la
historia hay tantos personajes y lugares que no podrás perder el hilo de nada
ni de nadie.
Ayudadme a hacer que la leyenda continúe
haciéndose inmensa.
- ANNA HARDY: Rubia y de ojos estremecedoramente azules. Su
padre es Tom Hardy. Su madre biológica Maria Olofsson. Su madre adoptiva
Elizabeth Thorn.
- GERTRUD MCEVOY:
Irlandesa de Belfast, pelirroja a morir, pecosa, aventurera, desordenada y la
mejor amiga de Anna.
- VICTORIA MIDDLETON:
Tartamuda, regordeta, morena y extremadamente pálida.
- EDUBINA KENDIX:
Gordita de pelo castaño, de muy mal carácter, envidiosa y rotundamente
maleducada y mimada.
- EVELYNE BAEN:
Supeditada por completo a las órdenes de Edubina, en un principio, rubia,
blanquecina y falta de carácter.
- AUDREY SCOTT: La
más alta de todas, de porte estilizado, pelo castaño y se marea por el más
mínimo sobresalto.
- RONNETTE CAMPBELL:
De gran nariz y mirada inteligente, suspicaz. Conoce absolutamente todos los
idiomas y lenguajes del mundo.
- FLORENCE CRANE y DAVIANA
BALFOUR: Completamente inseparables. Temerosas en todo momento, sus
melenas son largas y morenas.
- BLANCHE NATHAIRA:
Mentirosa por defecto. Albina y la más baja en altura.
- KIRSTY BANNER:
Tiene la capacidad de sacar de sus casillas a todo el mundo. Ha de tenerlo todo
al instante. Rubia de ojos verdes y figura perfecta.
- MARY CAMERON:
Solitaria y espiritual, con voz muy suave y se ruboriza con gran facilidad.
El colegio de Anna (antiguo monasterio de la Edad Media, donde vivió Eliot) está en lo alto de Merrick, en las Colinas de Dumfries & Galloway, en las Southern Uplands de Escocia.
Entraron
en el comedor donde siempre se reunían todos los cursos del colegio a desayunar a las 7
de la mañana, comer a la 1 de la
tarde, merendar a las 6 y cenar a las 9.
Hoy
era un día especial. No comerían en el colegio debido a la excursión programada al museo nacional de Edimburgo. Allí verían y estudiarían cuadros impresionistas y modernos, esculturas de
los mismos pintores impresionistas y modernos, borradores sobre pinturas y
esculturas de los mismos pintores y escultores impresionistas y modernos. Pero,
en especial, estudiarían las obras de un autor,
Henry Fuseli. Es decir, otro día más, tedioso y aburrido. Lo único que lo salvaba de ser un día tan monótono como el resto del año era el hecho de salir de los cuatro muros de
siempre, que a veces tanto les asfixiaba, y de huir de las cientos de hectáreas de campo interminable que las rodeaba.
A
todas les hacía ilusión las canciones del trayecto en autobús, aunque la mayoría fueran canciones religiosas. Sin embargo,
confiaban en que el Sr. Brewster, el conductor, las salvaría con alguna que otra canción divertida. La comida en el parque nacional sobre
el césped y la visión de niños de su misma edad, que no llevaran faldas todo el
tiempo y que les fuera permitido decir tacos, por el mero hecho de ser chicos,
jugar al fútbol y tener sangre en
los labios a causa de las caídas en el juego, era algo
que verdaderamente entusiasmaba a las alumnas.
- Sí, esto es muy emocionante -decía Gertrud, que tanto echaba de menos a sus siete
hermanos varones. De ahí su carácter rudo y demasiado rebelde en ocasiones-. Pero,
hemos de hacer algo para que sea mucho más emocionante aún, Anna.
-
Gertrud, no me líes que ya bastante la he
montado esta mañana -dijo Anna-.
- Anna, Anna, ¿estás bien? Ya me estás asustando. Y a las otras también ¿o acaso no has visto cómo han saltado todas a tu cama? Virgen del amor hermoso, yo no lo
entiendo, de verdad. No nos dirigen la palabra durante dos meses y ahora van y se
tiran sobre ti como ranas asustadas -decía recriminatoriamente
Gertrud-.
Hubo una pausa, un
suspiro profundo y una dilatación de pupilas por parte de
Anna y, al parecer, esto fue lo que la terminó de despertar. Parpadeó y miró a Gertrud.
- Pero, Gertrud, ¿qué haces ahí, mirándome con esos ojos de pasmada? Vamos a llegar las últimas y por nada del mundo me perdería la excursión al museo, aunque solo sea por respirar otro aire que no sea el rancio
de todos los días -le sonrió y saltó de la cama, cuan saltamontes en época de lluvias-.
La pequeña irlandesa se quedó seca en la cama, ya que no lograba comprender ese cambio tan repentino
en la niña Hardy.
Todas aparecieron ya aseadas, repeinadas, pero no
perfumadas ni maquilladas, ya que estaba terminantemente prohibido en el
colegio cualquier indicio de ostentación. Se dispusieron en fila
ante sor Addelaide, quien las fue revisando una a una para cerciorarse de que
llevaban correctamente el uniforme del colegio. Éste se componía de falda negra con pliegues hasta los tobillos, camisa blanca, oculta
tras un jersey de color marrón tierra de manga larga y, rematando, una cinta negra recogiendo el
cabello hacia atrás. Zapatos austeros en su diseño, evitando el brillo del
charol, y calcetas negras.
Cuando salían de excursión al exterior, en tales días como hoy, llevaban un
gordo abrigo de lana, del mismo triste color oscuro que las prendas anteriores,
con las iniciales del colegio, S. J., bordadas en rojo en la solapa derecha.
Unas manoplas, que parecían más calcetines que guantes, y una bufanda tejida por las hermanas de la
Orden.
- Ya se podrían esmerar un poco más con el diseño de estos trajes de tortura, considerando lo que mi padre les paga cada
año -dijo Gertrud, que no paraba de estirarse por todos los lados del
uniforme, ya que, según ella, era tan feo que hasta le provocaba urticaria-. Y, aún encima, esta tela, que me produce un picor insoportable hasta sangrar.
¡No lo soporto!
Sor Addelaide, en su
inspección rutinaria, le quitó una galleta de la mano a Edubina y el lazo rosa que, por iniciativa
propia, se había puesto en contra de las directrices del colegio. Le atusó los pelos a Evelyne con un poco de su saliva, algo que asqueaba a
todas, pero que Evelyne soportaba debido a su carácter impasible. Pellizcó las mejillas de Blanche, para darle un poco de color, y advirtió a Gertrud que, por una vez en su vida, siguiera el itinerario de
excursión prefijado y no se perdiera entre multitudes, como siempre hacía.
- Aunque de qué me sirve repetirlo una y mil veces si después hace lo que le viene en
gana -y volvió a santiguarse tres veces, mirando hacia arriba, pidiéndole a las fuerzas espirituales que todo saliera bien ese día. Por eso, sor Addelaide no había podido dormir la noche
antes, porque no le gustaban nada las excursiones al exterior. Siempre acababa
pasando algo y eso le subía la tensión muchos niveles por encima de lo estrictamente sano. Esto se traducía en dos semanas de diarreas, dolores de cabeza y enrojecimiento de la
piel-. Con lo bien que se está aquí, en casa, sin movernos, calentitas, haciendo bizcochitos de miel
-pensaba la rolliza y simpática monja, con una sonrisa amarga-. Como si no tuviéramos libros en nuestra biblioteca de sobra. ¿Qué necesidad hay de ir a museos?
- ¡Hermana Addelaide, hermana! -dijo Kirsty, tirando de su hábito,para intentar sacar a la
monja del trance en la que estaba sumida, considerando el poquísimo tiempo que les quedaba, según lo ordenado por sor
Berenice-.
- ¡Dios mío, el desayuno, dios mío, dios mío! ¿Lo ven? Todo sale mal, todo sale mal. Una se perderá, otra se caerá... No, dios mío, eso no, eso no... -y así fue todo el camino hacia el comedor, hablando sola. Las niñas se reían, e incluso Edubina le pisó a propósito el cordón de su hábito, al mismo tiempo que sor Addelaide no paraba de murmurar-. Dame una
señal, oh Señor, de que todo va a salir bien; una simple señal -cuando se sintió paralizada, por la broma de Edubina, se le heló hasta el último hilo de su hábito-. ¡Ya lo he recibido, ya! -mirando al cielo otra vez e hierática, pensando que era dios quien le impedía avanzar-.
- Hermana Addelaide, ¡Hermanaaa! ¡Vamooosss! -decía una intransigente Edubina, con sonrisa socarrona-.
- ¿¡Habéis visto eso, chicas, lo habéis visto!? -preguntó Anna entre sollozos-.
- ¿Ver el qué, ver el qué, ver el queeeeé? -gritaron al unísono Florence y Daviana-.
- Yo
sí que lo he visto. Uf, era
horrible y muy alto -intentó incluso creérselo ella misma. Blanche no había visto nada, pero quería dar a entender lo contrario-.
- No
te lo crees ni tú. No has visto nada -le
increpó Gertrud-. Anna, tranquilízate, yo no he visto nada. ¿Y vosotras, chicas? -todas negaron con la cabeza-.
En
ese momento, la puerta del enorme dormitorio común se abrió, con el consiguiente chirriar de las bisagras, lo
que provocó una histeria aún mayor entre todas las niñas. Como tenían los ojos cerrados no podían ver que se trataba de sor Berenice, la Madre Superiora, y gritaron más fuerte que antes. El metro noventa de altura, su
cuerpo delgado y la palidez de su rostro hacían de la monja una autoridad casi inquebrantable.
Apenas sonreía, por no decir nunca.
Cientos de historias había alrededor de aquella
mujer, a cual de todas más misteriosa. Ninguna de
las niñas sabía cuántos años tenía o desde cuándo estaba en aquel convento. Lo que sí tenían claro es que era demasiado alta para ser una
mujer.
-
Pero, ¿se puede saber qué es lo que está pasando aquí? Edubina, ¿me puede explicar todo esto? -decía la monja mientras apagaba su vela y encendía las luces de la habitación-.
- Le
juro, Madre Berenice, que yo no tengo nada que ver con ellas. ¿Es que no ve que Evelyne y yo permanecemos alejadas
de ellas? -dobló ligeramente sus labios e increpaba a Evelyne, con
gestos violentamente extraños con sus ojos, a que
dejara al grupo y acudiera a su cama lo antes posible- ¿Lo ves, lo ves? Te dije que al final lo pagaríamos todas.
- ¡Cállese mientras estoy
hablando! ¡Es eso precisamente lo
que me preocupa, que todas estén en un lado y que solo ustedes dos estén en el otro!
-le recriminó con la ya familiar
mirada fría e inamovible, mientras
Evelyne se deslizaba con insinuada rapidez, claro nerviosismo y temor bien
fundado-.
Y
allí se quedó, con su porte serio y rígido, esperando una explicación convincente a lo que estaba pasando. Pero, todas
seguían traspuestas y
calladas.
En
ese preciso instante vino corriendo, todo lo rápido que le permitían su sesenta primaveras, otra monja, sor
Addelaide, que era ese tipo de monjas a la que todo el mundo quiere por su
bondad, comprensión e ingenuidad. Sin
embargo, desde hacía dos meses estaba
especialmente irascible porque no paraban de suceder cosas extrañas, que la sacaban de quicio. Al mismo tiempo, se
ponía completamente nerviosa,
sin encontrarle lógica alguna, ante la
presencia del conductor del colegio, el Sr. Brewster. Rechoncha y bajita,
contaba las mejores historias de conventos, sobre pasadizos secretos, pozos
cerrados con apariciones fantasmales y monjes con cadenas, de todo el colegio.
- Lo
siento, Madre -dijo con respiración entrecortada la hermana Addelaide-. Me quedé dormida, pero el cochero del autobús todavía no ha venido y pensé que me daría tiempo a...
- No
me cuente más historias extrañas, intentando justificar otra vez su retraso y
empiece a preparar a las niñas. Las quiero listas en
diez minutos en el comedor. De lo contrario, no habrá excursión al museo hoy; haya o no haya venido el autobús. ¿Y sor Eleonor? No me puedo creer que todavía pueda seguir durmiendo con todo este alboroto.
Vaya, hermana, asómese a su ventanilla y
despiértela para que acuda a
las oraciones de la hora prima inmediatamente. No entiendo que no haya
escuchado el tremendo griterío que estaban teniendo
estas niñas -sor Eleonor, que dormía en la habitación contigua, era una monjita de 86 años, muy delgada y con la misma estatura que sor
Addelaide. Era la encargada de vigilar a las niñas de noche; pero, su avanzada edad y el hecho de
que estaba medio sorda, le impedían llevar a cabo su labor con total fiabilidad-.
- Se
encontró indispuesta toda la
tarde de ayer, Madre. Estuvo vomitando sin cesar -dijo con la cabeza agachada
una sumisa sor Addelaide-.
-
Está bien, entonces ocúpese usted de esa banda de desalmadas -sor Berenice
se dio media vuelta, con la soberbia que le caracterizaba, y ya solo se oía el eco de sus zapatos alejarse-.
Ahora
únicamente quedaban las niñas y la monja en el gran dormitorio. Todas quietas.
Si no hubiera sido porque respiraban, se podía decir que eran figuras de un museo de cera.
- ¡Venga! ¿A qué están esperando? ¿Es que no han escuchado? ¿Quieren enfadar más a sor...? - Addelaide se santiguó un par de veces, porque, para ella, sor Berenice
era como la reencarnación del mismo demonio, a
pesar de ser monja, con su altanería y frialdad inquebrantable; siempre tenía una fuerte lucha interior cuando le aparecían aquellos pensamientos tan impuros hacia la Madre
Superiora-. ¡Dense prisa, que solo nos
quedan ocho minutos! -dijo finalmente, dando palmadas, mientras recogía zapatillas y ropas esparcidas por todo el suelo-.
Las
niñas saltaron de la cama de
Anna y se chocaban unas contra otras para disponerse a entrar en las duchas. No
encontraban nada y, aún encima, todo lo tenían que hacer en el tiempo récord de ocho minutos.
En
la cama seguían Anna y Gertrud. Esta última se asustó un poco porque, a pesar de que la habitación estaba caldeada por la calefacción central, Anna seguía pálida y echando vaho por su boca.