jueves, 30 de enero de 2014

Continuación Capítulo 5 (2)






- Anna, Anna, ¿estás bien? Ya me estás asustando. Y a las otras también ¿o acaso no has visto cómo han saltado todas a tu cama? Virgen del amor hermoso, yo no lo entiendo, de verdad. No nos dirigen la palabra durante dos meses y ahora van y se tiran sobre ti como ranas asustadas -decía recriminatoriamente Gertrud-.

Hubo una pausa, un suspiro profundo y una dilatación de pupilas por parte de Anna y, al parecer, esto fue lo que la terminó de despertar. Parpadeó y miró a Gertrud.

- Pero, Gertrud, ¿qué haces ahí, mirándome con esos ojos de pasmada? Vamos a llegar las últimas y por nada del mundo me perdería la excursión al museo, aunque solo sea por respirar otro aire que no sea el rancio de todos los días  -le sonrió y saltó de la cama, cuan saltamontes en época de lluvias-.

La pequeña irlandesa se quedó seca en la cama, ya que no lograba comprender ese cambio tan repentino en la niña Hardy.

Todas aparecieron ya aseadas, repeinadas, pero no perfumadas ni maquilladas, ya que estaba terminantemente prohibido en el colegio cualquier indicio de ostentación. Se dispusieron en fila ante sor Addelaide, quien las fue revisando una a una para cerciorarse de que llevaban correctamente el uniforme del colegio. Éste se componía de falda negra con pliegues hasta los tobillos, camisa blanca, oculta tras un jersey de color marrón tierra de manga larga y, rematando, una cinta negra recogiendo el cabello hacia atrás. Zapatos austeros en su diseño, evitando el brillo del charol, y calcetas negras. 

Cuando salían de excursión al exterior, en tales días como hoy, llevaban un gordo abrigo de lana, del mismo triste color oscuro que las prendas anteriores, con las iniciales del colegio, S. J., bordadas en rojo en la solapa derecha. Unas  manoplas, que parecían más calcetines que guantes, y una bufanda tejida por las hermanas de la Orden.

- Ya se podrían esmerar un poco más con el diseño de estos trajes de tortura, considerando lo que mi padre les paga cada año -dijo Gertrud, que no paraba de estirarse por todos los lados del uniforme, ya que, según ella, era tan feo que hasta le provocaba urticaria-. Y, aún encima, esta tela, que me produce un picor insoportable hasta sangrar. ¡No lo soporto!

Sor Addelaide, en su inspección rutinaria, le quitó una galleta de la mano a Edubina y el lazo rosa que, por iniciativa propia, se había puesto en contra de las directrices del colegio. Le atusó los pelos a Evelyne con un poco de su saliva, algo que asqueaba a todas, pero que Evelyne soportaba debido a su carácter impasible. Pellizcó las mejillas de Blanche, para darle un poco de color, y advirtió a Gertrud que, por una vez en su vida, siguiera el itinerario de excursión prefijado y no se perdiera entre multitudes, como siempre hacía.

- Aunque de qué me sirve repetirlo una y mil veces si después hace lo que le viene en gana -y volvió a santiguarse tres veces, mirando hacia arriba, pidiéndole a las fuerzas espirituales que todo saliera bien ese día. Por eso, sor Addelaide no había podido dormir la noche antes, porque no le gustaban nada las excursiones al exterior. Siempre acababa pasando algo y eso le subía la tensión muchos niveles por encima de lo estrictamente sano. Esto se traducía en dos semanas de diarreas, dolores de cabeza y enrojecimiento de la piel-. Con lo bien que se está aquí, en casa, sin movernos, calentitas, haciendo bizcochitos de miel -pensaba la rolliza y simpática monja, con una sonrisa amarga-. Como si no tuviéramos libros en nuestra biblioteca de sobra. ¿Qué necesidad hay de ir a museos?

- ¡Hermana Addelaide, hermana! -dijo Kirsty, tirando de su hábito, para intentar sacar a la monja del trance en la que estaba sumida, considerando el poquísimo tiempo que les quedaba, según lo ordenado por sor Berenice-.

- ¡Dios mío, el desayuno, dios mío, dios mío! ¿Lo ven? Todo sale mal, todo sale mal. Una se perderá, otra se caerá... No, dios mío, eso no, eso no...  -y así fue todo el camino hacia el comedor, hablando sola. Las niñas se reían, e incluso Edubina le pisó a propósito el cordón de su hábito, al mismo tiempo que sor Addelaide no paraba de murmurar-. Dame una señal, oh Señor, de que todo va a salir bien; una simple señal -cuando se sintió paralizada, por la broma de Edubina, se le heló hasta el último hilo de su hábito-. ¡Ya lo he recibido, ya! -mirando al cielo otra vez e hierática, pensando que era dios quien le impedía avanzar-.

- Hermana Addelaide, ¡Hermanaaa! ¡Vamooosss! -decía una intransigente Edubina, con sonrisa socarrona-.

- Ay, dios mío, ¡sí, sí, sí...! -dijo acelerada la hermana Addelaide-.

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