Dos meses habían pasado ya desde aquel primer día de septiembre en que
fue dejada en las puertas del colegio, cual huérfana arropada con telas
blancas y abandonada en una cesta de mimbre. Nada hacía presagiar entonces que
haría, pocos días después, buenas migas con un terremoto pelirrojo venido de la vecina Belfast,
llamada Gertrud.
- Síganme, niñas. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once
y doce. Perfecto. Por lo menos empezamos bien el día y no se me ha perdido
ninguna, con todo el trasiego del primer día. Con todas las niñas del resto de cursos correteando por aquí es muy fácil que se me extravíen. Yo soy la hermana Addison y las voy a llevar hasta la que será su habitación para todo el curso. La de todas ustedes, sí señor. Pero, no me pongan esas caras, señoritas.
Algunas de las niñas comenzaron a ejecutar extraños pucheros,
reminiscencias de cuando eran bebés, al escuchar que, un año más, deberían de compartir su habitación con un gran número de niñas de su misma edad.
- El presupuesto y, sobre
todo, el espacio, no nos da para más habitaciones. Pero,
tengan paciencia que todo llega. Además, yo recuerdo que en
esas habitaciones comunes es donde forjé las amistades que me han
acompañado durante toda mi vida. Así que, síganme, como les decía, que ya se nos está haciendo un poco tarde, ¿no creen? Ay, ¡qué emocionante es siempre el primer día, no me lo podrán negar! -no hubo reacción alguna ante las
palabras excitadas de sor Addison, que se tuvo que poner la mano derecha en la
boca, para dejar de hablar. Las niñas, simplemente, permanecían calladas, aburridas y sin dejar de exhalar aire en forma de sonoros
bostezos.-
Comenzaron a andar como
si de una familia de patos se tratara. La bajita monja caminaba a la cabeza de
una gran cola de a uno, formada por las alumnas, que la seguían con denotado cansancio, llevando el mismo paso y con sus pesados baúles a cuestas.
- Muy bien, pues aquí está. ¿De veras que no están emocionadas? -las niñas seguían sin decir palabra e indiferentes ante aquel altísimo par de puertas, que era el umbral de la habitación común-. Está bien, está bien, ya abro las puertas. Estas niñas de hoy en día que sosas son. Yo, cuando tenía su edad...
- Sí, hermana, sí, se emocionaba todo el día hasta que le dolía los poros de la piel de tener que soportar sus pelos erizados. ¿Quiere abrir ya de una vez, por favor, que estamos muy cansadas? -le
recriminó, con impertinencia, Edubina-.
La pobre monja se puso
tan nerviosa, que el manojo de llaves se le resbaló de las manos. Cuando
abrió las puertas, las niñas rompieron la fila y entraron en tropel a escoger las que iban a ser
sus camas durante todo el curso, antes de que cualquier otra pudiera arrebatárselas. Anna fue la única que se quedó paralizada junto al marco de la puerta. Su boca y ojos abiertos dejaban
claro que era la más desubicada de todas sus compañeras. Esperaría a que terminaran tranquilizándose para elegir su
cama.
- Pero, ¿se puede saber qué haces ahí parada como una atolondrada? ¡Vamos, ven! Ya he cogido
camas para las dos. Una junto a la otra. No sé por qué, pero estoy segura de que vamos a ser excelentes amigas -Gertrud, después de ocupar las camas con los números 4 y 5 con sus
cosas, fue en busca de la joven Hardy y, cogiéndole del brazo
izquierdo, la llevó hasta la cama número 5-. Mira, si te parece bien, ésta será la tuya. Dime, ¿qué piensas? Hija mía, asiente, por lo menos, con la cabeza -Anna, sin decir palabra, asintió, aceptando la propuesta de su recién amiga Gertrud-.
- Hola, me llamo Gertrud McEvoy
y soy de Irlanda. ¿Y tú?
- Anna, me llamo Anna
Hardy.
- Pues, dame dos besos y
un gran abrazo y cambiémonos de ropa, que hemos de ponernos ya el uniforme. ¿Sabes? Vamos a ser muy buenas amigas y vamos a correr grandes aventuras
juntas. Lo intuyo, y cuando yo intuyo algo tiemblan los portales de Babilonia.
Es lo que me suele decir mi papá. Jajaja
La niña irlandesa era totalmente opuesta a Anna. En todo momento había una parte de su cuerpo que estaba sucio: las manos con tierra, el pelo
despeinado, la falda desgarrada, la nariz sangrando. Siempre que era consciente
de que no era vigilada por ninguna de las monjas, entraba en la habitación, que compartía junto con Anna y las otras diez niñas, y se ponía pantalones y botas de andar por lodazales. Entonces era cuando ponía sus puños cerrados sobre sus caderas y
una amplia sonrisa le afloraba en su boca.
- Por dios; pero, ¡qué felicidad siento en estos momentos!
- Jajaja, ¡si pareces un chicote malo! -Anna, que la observaba con ojos
sorprendidos, le decía siempre entre carcajadas-.
- Y tú otra de las monjas de esta prisión, ¡no te fastidia! -contestó inmediatamente Gertrud.
Entonces se echaban al suelo riéndose hasta quedarse sin
respiración-.
Fue así, de esa forma tan natural e innata, como ambas forjaron el vínculo que las uniría para siempre.
No había día que no se escaparan por la ventana de las duchas al bosque que rodeaba
St. James. Siempre
aprovechaban el momento de las oraciones de después de la cena, a las
nueve, para llevar a cabo esta hazaña. Era el momento justo
en que sor Addison se quedaba absolutamente en coma, tras la segunda ronda de oraciones, y
sus ronquidos le impedían darse cuenta de cualquier ausencia en la pequeña capilla.
En aquellas fugaces
excursiones disfrutaban de una libertad salvaje, en la que ambas eran las
protagonistas de increíbles aventuras. Anna se ocupaba de crear los ambientes y las historias
de amor más románticos, que jamás se hubieran podido forjar en la mente de ningún escritor en la historia de la humanidad. Mientras, Gertrud se hacía cargo de las batallas y la defensa de los poblados de los alrededores,
que ambas se encargaban de construir con las cosas que iban encontrando por el
bosque.
Cuando se les hacía imposible salir al exterior, Gertrud, que había sido interna del St. James desde que tenía consciencia, guiaba a
Anna por todos los pasadizos secretos que albergaba el convento. Uno, en
especial, se había convertido en su concha protectora y en su punto de referencia para
algún que otro desasosiego. A nadie, jamás, le había revelado su rinconcito secreto; hasta que Anna apareció en su vida.
- Aquí es donde más solía venir a solas antes de que tú llegaras. A mí nunca me ha querido ninguna de las estiradas de nuestras compañeras. Me dicen que no entienden cómo tengo la madre que
tengo, tan estilizada y exquisita -decía Gertrud, mientras hacía gestos de pedantería con todo su cuerpo-. Pero, a mí siempre me han dado
igual todas ellas.
- Aquí no hay nada, Gertrud. Estamos en las cuadras del convento -decía Anna, encogiéndose se hombros-.
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