Todo a su alrededor
comenzó a coger forma definida. Tuvo que cerrar los ojos, porque caían astillas desde cualquier punto, y una cegadora luz se iba filtrando
por las grietas que iban surgiendo. Iban cayendo bloques enormes de espejos
negros y opacos desde un techo y unas paredes, ya con forma bien definida. Se
cubrió la cabeza y, en posición fetal, sobre el
inestable suelo que estaba a punto de desaparecer, empezó a gritar como un alma en pena. Sentía que era zarandeada por
todas las partes de su cuerpo y, de repente, pudo escuchar muy a lo lejos, como
en susurros, voces que repetían incesantemente su nombre:
- Anna, Anna, ¡AAAANNNAAAAA!
Coros y coros de voces la
llamaban, pero ella estaba aterrorizada y no quería abrir sus ojos ante lo
que ignoraba que se fuera a encontrar. Sus brazos fueron apresados por varias
personas y ahora ya no era dueña de sus actos. Al
principio forcejeó, pensando que podía ganar la batalla; pero, después, el cansancio la venció y se tranquilizó. Enseguida supo que ya no importaba lo que tuviera que pasar, porque se
veía incapaz de hacer más esfuerzos.
Así que, con sus ojos cerrados, sentada en lo que ella sentía como un suelo más blando, cómodo y seguro, que el acuoso e inestable anterior, con las rodillas
pegadas a su cuerpo y con los brazos abiertos en contra de su voluntad, oyó cómo una voz dulce, y con tono de preocupación, se dirigía a ella.
- Anna, por dios, abre
los ojos, somos nosotras, soy yo Gertrud. ¿Qué te pasa? -dijo la mejor amiga de Anna, Gertrud McEvoy. Una irlandesa,
pelirroja hasta el blanco de los ojos y con pecas que le adornaban, cuan perro
dálmata con sus pintitas negras, hasta el más mínimo rinconcito de su linda cara-.
- ¿Lla... Lla...
Llamamos a S... S...
S... Sor Ka... Ka... Katherine? Creo que debería venir al... al... alguien -apuntó Victoria Middleton, una
niña regordeta, morena, pálida y con ciertas dificultades a la hora de decir una palabra seguida
sin llegar a tartamudear-.
- No, esperemos un rato más, seguro que ha sido solo un mal sueño. Traedme una toalla
mojada y las sales de Edubina; esas que usa cuando está mareada -indicó Gertrud-.
- De eso nada, esas sales
son muy caras y mamá me dijo que no las compartiera con nadie. Sin embargo -empezó a decir con un tono más meloso y menos autoritario Edubina Kendix-, si quisierais usarlas
tendríais que pagarme con algo a cambio -intentó negociar firmemente la
niña subida de peso, que, desde su cama, con gorro de dormir, ocultando su
ondulada melena de color castaño, pinza en su nariz para
perfilarla y dos cajas de bombones de chocolate con leche, observaba, desde la
distancia, lo que estaban haciendo todas las demás niñas en la cama de Anna-. Además, son ya casi las seis de la mañana -continuaba diciendo,
mientras encendía una vela, sostenida en una palmatoria de falso baño dorado- y, si no cesáis en vuestros ruidos, nos vais a meter a todas en un lío de muy señor mío. Ya sabéis lo que pasará si despertáis a sor Eleonor. -con la vela
bajo su rostro y sus mofletes hinchados, parecía una pelota de fútbol de las que los chicos de la escuela de St. Andrews usaban en los torneos de final de curso-. Y..., ¡oh, no me lo puedo creer,
Evelyne! -dijo sorprendida llevándose la mano a la
boca- ¿Qué haces con esa chusma? ¡Ven junto a mí inmediatamente! Sabes que nosotras no nos podemos mezclar con esa clase
de revolucionarias -ordenó a una pobre niña escuálida y pálida, falta de personalidad, Evelyne Baen, que seguía como un perro callado y amaestrado, las directrices de Edubina-.
- Audrey, cierra la
cortina de aquella ventana que da justo a la habitación de sor Eleonor y que
alguien, por dios, ponga un esparadrapo en la boca de ese pomo de cama de
forja, llamada Edubina ¡Haced que apague su vela de una vez!
-gritó en susurros Gertrud, mientras que, junto con Victoria, seguía sosteniendo los brazos de Anna en alto-.
Audrey Scott, una niña demasiado alta para su edad y que, por motivos que solo su
subconsciente conoce, se mareaba ante cualquier alteración de lo que le resultaba normal. Así que, antes de llegar a
la ventanita de la habitación de sor Eleonor, estuvo a punto de caer desfallecida. Suerte que logró llegar a tiempo Ronnette para cogerla por la espalda.
- Perdona, Ronnette, no sé qué me ha podido pasar. Tantos nervios me alteran demasiado -dijo una pálida Audrey-.
- Tranquila, ya me
encargo yo -indicó en voz baja Ronnette Campbell, una niña de nariz prominente,
mirada inteligente y suspicaz, que tenía la cualidad de conocer
absolutamente todos los idiomas de seres humanos, animales y jeroglíficos del planeta-. Sigue durmiendo la monja, chicas, pero falta muy
poco para la hora prima y en cuanto suenen las seis abrirá sus ojos como un búho.
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