jueves, 16 de enero de 2014

Capítulo 3







Para entonces, Anna ya estaba entreabriendo sus ojos. Se encontraba mucho más tranquila, debido a la familiaridad de las voces que desde "el otro lado" le llegaban con mucha más nitidez. Lo que la terminó por despertar fue uno de los ensordecedores truenos de la fuerte tormenta que estaba cayendo fuera.

Efectivamente, eran las primeras horas de un gélido día de otoño, donde las lluvias de los últimos cinco días darían paso muy pronto a la nieve, que cubriría las colinas de Dumfries & Galloway, durante los siguientes meses. Había olvidado por completo, desde la confusión del sueño, que continuaba en el colegio de monjas, y no en su casa.

A Anna apenas le importaba aquel terrible tiempo, porque su personalidad melancólica se regocijaba siempre con la llegada de los días oscuros y nublados. Casi siempre la podías encontrar sonriendo e imaginando, en su cabeza cubierta por una poblada melena de rizos dorados, otros mundos, criaturas e idiomas, que no fueran los suyos propios. Por eso, finalmente, y por muchas lágrimas, derramadas en silencio y a ocultas, que le costara al principio, estaba encantada de que su padre y su madrastra hubieran decidido llevarla al mejor colegio privado de monjas del Reino Unido, el Saint James. Al no poder hacerles cambiar de opinión, había decidido, al menos, que lo mejor sería aceptar la nueva situación sin reparos, como siempre había hecho.

Estaba claro que su madre biológica la había sometido a un enclaustramiento forzado, aunque apenas se había sentido angustiada por ello, ya que había tenido la infancia más dulce que se podía desear. Sin embargo, con su madrastra era diferente. Con ella en la casa, que su verdadera madre había construido, lo último que quería Anna era permanecer en las habitaciones donde tanto cariño había recibido en el pasado. Eran demasiados sentimientos encontrados en una mente tan joven como la de la niña, como para saber ciertamente lo que deseaba.

Y no podía desear más de lo que tenía frente a ella el primer día que se puso ante las puertas de aquel inmenso edificio de principios del año 1000. Más tarde supo que, en sus inicios, había sido un monasterio para monjes de la Edad Media. Ahora, le resultaba un tanto paradójico, era un colegio privado única y exclusivamente para niñas de la alta aristocracia británica, situado al final de la gran elevación, llamada Merrick, en Dumfries & Galloway, en las Southern Uplands de Escocia.

Desde la ventana que había sobre su cama, en los días de espesa niebla, el antiguo monasterio se veía asediado, a sus pies, por un infinito manto blanco, que, para Anna, venía a representar, dentro de su mente voladiza, un mágico lago cuyas aguas la podrían llevar más lejos aún. En las noches claras las aguas del Loch Enoch, hacia el este, pintaba el iris de los ojos de la pequeña, cuando se escabullía, junto a Gertrud, hacia los escondites más imposibles del colegio.

El primer día de colegio, la primera semana de septiembre de 2010, en Anna se juntaron un cúmulo de batallas encontradas. A la vez que alegría, también sentía una profunda pena al ver que, por primera vez en su vida, se iba a alejar por un largo período de tiempo de su casa. Pero, lo que más iba a echar de menos, sin duda alguna, iban a ser los pasteles de cabello de ángel, coco y almendras, junto con la mermelada de tomate, que la cocinera de casa, Amelie, hacía cada invierno.

Anna solía bajar a la cocina cada jueves por la tarde, cuando su nueva madre viajaba a Londres a hacer  las obligadas visitas sociales. Allí se tomaba, junto con Amelie, esos deliciosos manjares, acompañados por una caliente taza de espeso chocolate, frente a la chimenea del servicio. Solo durante ese día de la semana podía permitirse deslizarse hasta aquella cálida sala de la mansión. Su madrastra le había prohibido, terminantemente, comer cosas que se salieran de la estricta dieta que le obligaba a llevar. Pero, Anna, haciendo caso omiso, nunca faltaba a su cita de los jueves  con Amelie. Nadie, y mucho menos aquella mujer, la iba a apartar de su gran amiga y de la rutina a la que su verdadera madre la había acostumbrado. Los grandes ojos azules de la niña se llenaban de gloria cuando su fina nariz olía aquel cacao de dioses y sus blancos dientes mordían las esponjosas magdalenas, coronadas con perlitas de chocolate. Era demasiado joven como para privarse de aquellos caprichos. Solo entonces sus mejillas volvían a sonrojarse y su cuerpecito se llenaba de un familiar calor, que la hacía inmensamente feliz. 

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