Los jóvenes se agolpaban en los andamios de la fachada
de la catedral en construcción para que, siguiendo un riguroso orden de
seguridad, pudieran tocar y zarandear tan insigne y gigantesco instrumento.
Querían creerse de nuevo protegidos por la ley de lo divino. Después de tocar
con sus manos la campana, se tocaban su cara y su corazón, con la esperanza de
sentirse protegidos para siempre.
Una suave brisa se fue deslizando por todos y cada uno
de los habitantes de aquella renacida ciudad. Al roce con sus caras, estos cerraban los ojos y
dejaban que una sonrisa de placer aflorara en sus cansados rostros. Sentían la
purificación fluir entre ellos y les hacía sentir que se iba a quedar para
siempre. Jugaba con los bigotes y barbas largos, haciendo cosquillas a aquellos
que los portaban. Levantaban los largos cabellos de las damas allí presentes.
Enrojecían las mejillas de los recién nacidos. Y, cuando el primer repique de
campana salió de aquella refulgente cavidad, la brisa divina ascendió al cielo
y formó una capa que todos observaban con los brazos levantados, esperando con
ansias el desenlace.
Los jóvenes se iban turnando con más rapidez en el
zarandeo de la campana, lo que provocó que una melodía, sin coherencia ni
sinfonía, dirigiera sus notas hacia el manto que cubría el cielo de la ciudad.
Cuando lo alcanzó provocó en él un estallido que lo convirtió en miles de
millones de gotas de rocío, que salieron disparadas sobre las innumerables
cabezas que se hallaban reunidas en aquella plaza. Su olor a rosas hizo que
todos ellos se abrazaran en una colectiva demostración de amor sin fin.
Leslie sintió vértigo en su corazón. Nunca antes nada igual le había sobrecogido de forma tan
completa. Erick se dio cuenta de ello y le cogió fuertemente la mano.
Los
ancianos comenzaron a cantar canciones que no entonaban desde mucho antes de la
aparición opresora de Malmuira. Solamente una portadora de la verdad, o así se
creía ella, era la que no estaba disfrutando de la felicidad comunitaria.
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