Al levantar de nuevo su mirada lo primero
que vio fue la carita dormida del niño, que reposaba sobre el hinchado pecho de
una madre extremadamente preocupada y exhausta. Las lágrimas de ella salían
dolorosamente de unos ojos envejecidos, que se agrietaban con el cortante frío,
acusado por la velocidad del caballo. Sus gotas saladas se cristalizaban en el
aire como perlas de perfecta redondez. Anna logró coger una al vuelo. Al entrar en contacto con sus dedos, se
desvaneció en millones de moléculas microscópicas que no dejaron más que un fino polvo. En milésimas de
segundo se fundiría con el aire que rodeaba
aquella espesa atmósfera.
- El niño, la cara de ese niño. Yo conozco a ese niño
-susurraba Anna-.
Sus párpados pesaban tanto que no pudo evitar ser
seducida por su amigo inseparable: el sueño. Cayó al suelo de nuevo como
tierna hada Asrai, que se disuelve en la brisa del tenue tacto mortal de los
primeros rayos de sol.
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