- No entiendo, Gertrud,
¿por qué ella tiene todos esos privilegios y nosotras siempre tenemos que andar
a las justas y con miedo, con todo lo que hacemos? -susurró Anna, cabizbaja
para evitar que las ondas de su voz llegaran a oídos de las dos adolescentes-.
- Bueno, nosotras también somos un poco rebeldes, ¿no te
parece? Con nuestras escapadas al bosque y al bajo del granero - ambas se
echaron a reír, de tal manera que sor Berenice las oyó y les ordenó callar-.
- Sí, tienes razón, pero la diferencia es que nosotras
siempre lo tenemos que hacer a hurtadillas y sin que nadie lo sepa. Breana hace
lo que quiere, como quiere y cuando quiere y todas las monjas lo saben -detalló
Anna, aunque, como era característico en ella, sin rastro de maldad en su cara
y dejándose llevar-.
- Sí, tienes razón, pero hay una explicación, su padre,
el Sr. Rochester, es el que más dinero paga de todos los padres. Sin él,
posiblemente, todo el colegio habría cerrado ya hace mucho tiempo y nosotras no
estaríamos ahora aquí sentadas, desayunando y hablando sobre Breana en estos
momentos. ¿Sabes que éste es el último año para ella en el colegio? Tiene que
dejarlo antes de tiempo, según indicaciones del Sr. Rochester. Pero, su padre y
las monjas llegaron al acuerdo de que,
si dejaban que su hija hiciera lo que le viniera en gana, él seguiría pagando
al colegio mucho dinero, incluso después de la salida de su hija. Nadie
entiende por qué del interés de su padre por seguir pagando tanto dinero, cuando
ni siquiera viene a verla desde hace años. Nadie sabe a dónde irá a vivir
cuando termine este curso. Calla, calla, que se acercan y nos van a oír -explicaba Gertrud, en el mismo momento en
que le asestaba un fuerte codazo a Anna. Esto hizo que su leche, con los
cereales ya casi deshechos, se vertiera sobre una de las botas de Breana-.
- Pero, ¿¡qué demonios has hecho, niña inútil!? -gritó
Breana, que no lograba quitar sus ojos de la papilla que tenía pegada en la
punta de su calzado-. ¿Qué es lo que estás desayunando? ¡Me has destrozado el
par de botas que más me gusta! ¿Acaso sabes cuánto cuestan estas botas? ¡Mírame
cuando te hablo! -Breana Rochester se paró en seco ante Anna y Gertrud,
mientras hacía aspavientos con sus brazos-.
Anna miró a derecha e izquierda para ver si se estaba
dirigiendo a otra persona; pero, no, era a ella a quien, aquella chica vestida
de negro, estaba hablando.
- ¿Eres sorda? Doris, ¡parece que nos ha venido una sorda
en la nueva remesa! -su compañera se
rió, mientras sor Berenice permitía este comportamiento desde su alto sillón.
Volviendo su mirada otra vez hacia Anna, Breana remató- Ah, no, espera, espera,
espera. Es muda. ¿O ambas cosas? Solo hay un detalle que no entiendo y es ¿cómo
es posible que hayan pasado dos meses desde el principio del curso y no me haya
dado cuenta de tu presencia? No me lo explico cómo un par de niñas tan
insignificantes me han pasado desapercibidas. O, quizá ésa sea la razón, por
ser tan pequeñitas - y Doris rió aún más, a pesar de que la cara de Breana
dejaba entrever su gran enfado-.
- ¡Ya está bien, señorita Breana, siéntese y deje a la
señorita Anna desayunar en paz! -ordenó sor Berenice-.
Anna tenía la cabeza agachada, porque todas las miradas
del comedor se dirigían hacia ella. Justo cuando la incitadora señorita
Rochester empezaba a girarse para marcharse, Anna, aún con sus ojos dirigidos
hacia la taza de leche que tenía frente a ella, susurró en voz muy baja unas
palabras.
- No soy ninguna de las dos cosas, ¿qué se habrá creído?
Gertrud volvió a darle un codazo en el brazo para
indicarle que Breana se había enterado de lo que su amiga acababa de decir y,
justo cuando parecía que se iba a marchar del todo, se estaba girando hacia
ellas de nuevo.
- ¿Disculpa? Mira, mocosa... -dijo furiosa la consentida
de sor Berenice, cogiendo el brazo derecho de Anna, en un gesto de gran
provocación y mal temperamento-.
Súbitamente, Breana tuvo que desistir de este acto, poco
heroico y un tanto cobarde, al enfrentarse a una niña de ocho años. No fue precisamente
la edad de Anna lo que la convenció para no seguir adelante. Al agarrarle el brazo derecho, su mano izquierda
ardió de manera muy dolorosa, tal y como
si hubiera cogido un trozo de leña recién expulsado de la hoguera. Elevó la
mano hasta su cara y pudo observar que, en la palma de la misma, se había
marcado una señal que le era demasiado familiar. Tenía que asegurarse por
completo de su presentimiento y eso le iba a llevar muy poco tiempo. En el
momento en que volviera a su habitación se pondría manos a la obra. Volvió su
mirada, mezcla de ira, temor y complacencia, hacia el brazo de Anna, pero ésta
ya lo estaba retirando de las vista de todas. La miró a los ojos y le sonrió.
No era una sonrisa maliciosa, pero tampoco todo lo contrario, era más bien esa
sonrisa picarona y un tanto atemorizada, que provocó que cada minúsculo pelo de
su cuerpo se estremeciera..
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