domingo, 12 de enero de 2014

Capítulo 1


Anna estaba en un lugar herméticamente oscuro. No sentía que hubiera paredes, techo o suelo, y, a pesar de esto, en ningún momento tenía la sensación de que fuera a caer al vacío. Lo que sí sentía era una desazón que nunca antes había experimentado.

Miraba impulsivamente a su alrededor para intentar encontrar un punto fijo que tener como referencia. Cuando deseaba avanzar, o girar sobre ella misma, lo único que sentía bajo sus pies era una especie de superficie acuosa e insegura. A pesar de que no pasaba frío, lo único que podía vislumbrar en aquel extraño entorno era el vaho que salía de su boca y que se iba difuminando, según ascendía sobre su cabeza.

Llevaba un camisón de color blanco inmaculado, de mangas largas abombadas, con bordados, meramente decorativos, en las mismas. El cuello era alto, con cenefas y botones, que se ceñían a su estilizado y frágil cuello. Sobre su pecho izquierdo una A y una H, cosidas por la cocinera de la familia, Amelie, a la que estaba muy unida. Sus pies, descalzos. Su larga melena, rubia y rizada, sostenía diminutas gotas de rocío, apenas perceptibles. En su piel la extraña sensación de humedad, causada por ese indescriptible suelo invisible.

De repente, achicó sus ojos azules, porque parecía que frente a ella, a lo lejos,  empezaba a surgir algo similar a la llama de una vela, que se crecía por segundos, como si estuviera siguiendo el ritmo del palpitar de un corazón. Se echó la mano a su pecho y pudo apreciar que no era el suyo, porque le retumbaba con tanta fuerza que no se correspondía en absoluto con la acechante y grotesca imagen que se le acercaba. La pequeña luz, que veía en la distancia, con sombríos reflejos en amarillo y rojo fuego, seguía más bien un ritmo pausado.

A pesar de que sus instinto le pedía lo contrario, Anna era consciente de que no importaba todo lo que pudiera correr, porque, al final, la iba a alcanzar. Ella quería girarse y huir; pero, el antes maleable suelo acuoso, ahora la sujetaba por los dedos de sus pies por medio de pequeñas algas plateadas, que iban surgiendo imparablemente. Éstas se entrelazaban entre sí hasta formar una cadena imposible de romper. Intentó agacharse rápidamente, ya que, cuando levantaba la cabeza, se daba cuenta de que el haz de luz iba ganando en volumen y en cercanía. En pocos segundos la alcanzaría.  Por mucho que desatara los cordones de algas, otros volvían a surgir para sustituir a los anteriores en un abrir y cerrar de ojos. 

Anna se paró, desistió de seguir intentándolo. Descansó sobre sus rodillas, exhalando e inhalando el oscuro aire que la rodeaba. Sintió un calor más reconfortante de lo que, en un principio, podía llegar a imaginar. La exhalación de su aire ya no tenía cuerpo. El calorcito resultaba muy apaciguador. Sobre su espalda se reflejaban los colores de la luz, que había estado creciendo ante ella. Sin embargo, era algo extremadamente extraño, porque, a pesar de la fuerza que irradiaba, el entorno a su alrededor seguía sin definirse. Todo continuaba oscuro, infinito e inalcanzable.

Las algas desaparecieron. Sus manos se despegaron de sus rodillas, al ver que cualquier esfuerzo de más ya no tenía sentido. Cerró los ojos y, según se iba incorporando, una casi imperceptible brisa cálida empezaba a mover sus cabellos rizados. Se irguió por completo de espaldas a su observador y sus pies, libres al fin, se giraron 180 grados. Ella continuaba con los ojos cerrados, aunque sabía que en algún momento tendría que ceder y abrirlos. Decidió que ése debía de ser el momento justo.

Anna siempre se había caracterizado por ser una niña rígidamente educada en el seno de una familia altamente adinerada y perteneciente a la aristocracia inglesa. El hecho de ser hija única, o de no haber cruzado durante sus primeros años de existencia los altos muros de los terrenos que rodeaban la mansión familiar, nunca le había aportado días de insoportable hastío o de desesperación extrema. Solo había conocido una realidad y nada con la que compararla. Simplemente se había dejado llevar plácidamente por el cuidado, aunque enfermizo, de su madre y por las directrices de sus decenas de profesores interinos. Jamás se había sentido con la necesidad de explotar ante todas esos quehaceres diarios, porque su madre siempre la rodeaba de momentos repletos de tanta belleza, que cualquier contratiempo era olvidado en segundos. Siempre les quedaría, al final de cada día, la habitación de las estrellas.

Por eso, ante aquella enorme luz con vida propia, que la acechaba sin razón aparente, decidió volar, con su pensamiento, al colchón suave junto al calor del cuerpo de su madre y observar, a su lado, el sedoso movimiento de las estrellas.  Optó por no revelarse, aunque no podía simular el temblor que recorría todo su cuerpo. Se rindió y comenzó a abrir sus ojos, muy lentamente. Leves espasmos surgían, causados por la tensión que dentro de ella se estaba generando. El sonido empezaba a ser atronador, como el crepitar del fuego que encendían en la gran chimenea de la cocina principal de su casa. La luz alcanzaba ya los quince o veinte metros de altura.  Anna se sentía infinitamente minúscula. No hacía falta que nada ni nadie le impidieran su posible huida de aquel sobrecogedor espectáculo, porque estaba paralizada de pies a cabeza.

La brisa cálida se convirtió en una ráfaga gélida, que provenía de algún punto lejano por detrás de su espalda. El haz de luz empezó a experimentar cambios significativos. El vaho volvió a salir de Anna, pero ahora acompañado por un paralizador frío. La niña no podía más que abrazarse a sí misma para procurarse un poco de calor. Pensaba que no lo soportaría durante mucho más tiempo. 

La parte del enorme bloque de luz, que tenía ante ella, comenzó a cristalizarse desde la base y a ascender imparablemente. Saltaban astillas hacia todas las direcciones y el sonido chispeante de hacía unos minutos había sido sustituido por un atronador resquebrajamiento de bloques de hielo.

Cuando todo el proceso se hubo completado, Anna ya solo oía el rechinar de sus dientes. Con los ojos achinados, a punto de desvanecerse y frente a aquella ingente masa de hielo, pudo observar cómo, entre percepciones difusas, empezaban a dibujarse en el hielo figuras procedentes de un bosque nevado. Árboles que en altura ganaban, con gran diferencia, a los que poblaban el extenso jardín de su casa. Tras ellos, una montaña, que le hacía olvidarse del frío que estaba pasando, porque, pensó, nunca jamás había visto nada tan bonito como aquello. Se imaginaba en lo más alto de aquella montaña, lejos de la casa y de los tutores; pero siempre cerca de su madre. Vistiendo a los gigantescos árboles, un interminable e inmaculado manto de nieve.

Poco a poco, esquirlas de aire con copos de nieve fueron formando en el centro de la estampa invernal un remolino que no venía al caso, teniendo en cuenta la paz que irradiaba esa imagen. Sin embargo, se iba perfilando una figura cada vez más nítida a los ojos de Anna. Al cabo de unos segundos, los blancos remolinos dieron paso a la figura completa de un niño que debía tener la misma edad que ella, ocho años.

El niño estaba de pie frente a la niña. No estaba muy segura de si él, desde donde se hallara, también podía verla con la misma nitidez con que ella lo observaba a él. Anna debería haber articulado alguna palabra, para saber si lograba ser oída; pero, bien porque su boca se había terminado de congelar o bien porque eran ya muchas las sorpresas que estaba teniendo, lo cierto es que continuaba paralizada. Veía al niño ahí, de pie, mirando a su alrededor, asustado y con ropas muy extrañas, que estaba muy claro que pertenecían a otra época, muy anterior a la de ella. Sus ojos negros, grandes, profundos  y con una gran tristeza, se parecían a los de la lechuza del campanario de la iglesia privada de casa, pensó Anna. Tenía unas repentinas ganas de hablar con él y preguntarle tantas cosas, que apenas se dio cuenta de que algo mucho más alto y corpulento se acercaba por su espalda. Ese algo mediría más de dos metros de alto y llevaba una túnica que le cubría todo su cuerpo. Su cabeza permanecía oculta por una capucha de las que llevan los hábitos de los monjes. Cuando alcanzó al niño, lo agarró del brazo derecho y se adentró con él en la espesa arboleda del bosque nevado.

A Anna solo le había dado tiempo a reaccionar levantando un brazo, en un fallido intento por lograr alcanzarlo. Había olvidado, por completo, que se trataba de algo así como un espejismo y que aquello, en realidad, no estaba ocurriendo verdaderamente.  Aún así, la pequeña continuaba con su brazo extendido hacia el paisaje nevado y hacia el niño que había desaparecido ante sus ojos.  

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